La vibración de la multiplicidad chavista se ha sentido con mayor fuerza durante las últimas semanas. Una serie de acontecimientos han devuelto cierta singularidad y voz propia a personas y organizaciones cuya acción política había sido –voluntariamente o no- orientada hacia un lugar de convergencia superior, programáticamente encarnado en los distintos planes de la nación y política e institucionalmente materializado en las acciones del gobierno desde 1999.
Contrario a lo que el discurso hegemónico plantea, la genealogía del chavismo es diversa y plural; un movimiento-multitud capaz de juntar-nos en el escenario público sin menospreciar nuestras diferencias, al contrario, valiéndose de ellas para construir un proyecto común. El ejercicio político del chavismo sería irreconocible sin las diferencias que lo constituyen. Todo intento por apaciguar su naturaleza diversa correría con un doble riesgo: por un lado, el riesgo de su implosión, fragmentación y división; por el otro, el riesgo de homogeneidad, indiferencia e insignificancia.
Resulta innecesario recordar el rol que la figura de Hugo Chávez tiene para esta articulación. La politicidad de sus actos probablemente subyace a su capacidad de alterar el sistema de afecciones de la sociedad venezolana en los años noventa. Aquellos afectos tristes que circulaban y cuya principal manifestación era el odio y el miedo, fueron paulatinamente atravesados por una presencia otra (alternativa y alterativa) que los transformó en amor y esperanza. La práctica chavista institucional, inaugurada formalmente con el proceso constituyente de 1999, recurre a la idea de multitud para entrelazar las singularidades deseantes de transformación y, en ese mismo acto, reconfigurar el estado afectivo-relacional de la sociedad.
Durante los últimos veinte años, el movimiento-multitud chavista ha atravesado diferentes crisis internas; sin embargo, ha sabido sortear los obstáculos externos y la agudización de contradicciones internas para mantener aquello que Alfredo Maneiro denominaba “eficacia política”, es decir, básicamente, la capacidad de alcanzar y mantener el poder político-institucional. Por supuesto, siguiendo con la nomenclatura del líder de la Causa R, la eficacia política resulta ser solo una cara de la moneda, pues el ejercicio de ese poder debe estar orientado por la “calidad revolucionaria”, esto es, básicamente, la acción transformadora en favor de las grandes mayorías.
La crisis actual del chavismo bien podría ilustrarse como un intento de separación de estos dos conceptos políticos complementarios. El chavismo burocrático-institucional privilegia en su accionar la “eficacia política”, argumentando que, bajo el ataque interno y externo al cual ha sido sometido el país, el objetivo principal es mantener el poder institucional que tanto años tardaron en alcanzar las fuerzas transformadoras venezolanas; el chavismo popular, por su parte, gravemente afectado por la situación económica, exige priorizar la acción transformadora de la sociedad, esto es, la calidad revolucionaria.
Al privilegiar la eficacia política, el chavismo burocrático-institucional impone una visión pragmática de la política que pretende ordenar la adhesión de todo el movimiento-multitud chavista a sus propios fines. Por tal razón, la eficacia política, ejercitada sin su complemento, resulta en un acto de homogenización de las fuerza chavistas, es decir, aniquilación de su carácter diverso y plural; así como en un ejercicio político indiferente e insignificante, es decir, carente de orientación programática y reconocimiento de la diferencia. El chavismo burocrático-institucional, bajo tal proceder, blinda y protege su cotidianidad de las exigencias y demandas del chavismo popular, bajo un mecanismo de desafección que lo desvincula de aquellas y produce el riesgo de una comunidad sin política.
Por su parte, el chavismo popular, al priorizar la calidad revolucionaria, impone una visión programática de la política que procura la implementación del proyecto de transformación sin considerar las condiciones objetivas y el contexto para su aplicación. La calidad revolucionaria, ejercitada sin su complemento, resulta en la división de las singularidades que constituyen el chavismo y, por tanto, funciona como un mecanismo de desafección y disolución del vínculo que las reúne, bajo el riesgo de practicar una política sin comunidad.
Comunidad sin política y política sin comunidad son los riesgos que la crisis del movimiento-multitud chavista atraviesa en la actualidad. En ambos casos se produce una interrupción en la circulación de aquellos afectos alegres que el chavismo logró configurar en la sociedad venezolana. El miedo y el odio amenazan con retornar como protagonistas de nuestro sistema de afecciones. El resultado de ello no promete ser diferente a la historia ya conocida antes de la llegada de Hugo Chávez: ni eficacia política, ni calidad revolucionaria. Una derrota para todas las singularidades deseantes de transformación.
Insisto nuevamente: La situación actual obliga al gobierno y a las fuerzas chavistas que lo componen, a dejar fluir la potencia originaria del movimiento, como estrategia de doble propósito: avance y afianzamiento del camino popular-revolucionario; y protección del poder estratégico del Estado. Para el chavismo no tiene sentido mantener el poder del Estado sin transformación revolucionaria; y tampoco lo tiene intentar un avance popular-revolucionario sin acompañamiento del Estado, pues sería un suicidio bajo las lógicas inmunitarias y tanatopoliticas de nuestro tiempo.
Oscar Lloreda, analista político-comunicacional venezolano. Experto en comunicación política. Ex director del Observatorio Latinoamericano de Comunicación de Ciespal.