¡A desalambrar, a desalambrar!
que la tierra es nuestra,
tuya y de aquel,
de Pedro, María, de Juan y José.
Daniel Viglietti
Grabada por primera vez en los estudios de la Empresa de Grabaciones y Ediciones Musicales de Cuba (EGREM) entre Septiembre y Octubre de 1967, la canción “A desalambrar” del cantautor uruguayo Daniel Viglietti acompañó, junto a otras similares, los encendidos sueños de un gran número de jóvenes latinoamericanos. Parte de una generación que vio en la revolución cubana un efecto demostración de cómo salir del oprobio y el despojo centenarios.
La aludida producción musical surgió en la estela del Primer Encuentro Internacional de la Canción Protesta, que se llevó a cabo en Cuba entre el 27 de Julio y el 3 de Agosto de aquel año, en el que participó Viglietti junto a unos cincuenta artistas comprometidos con la lucha social de dieciséis países[1]. La confluencia de aquellos cantores revolucionarios no era casual. Por esos mismos días se desarrollaba en La Habana la Primera Conferencia Internacional de la Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS), cuyo objetivo fue el de analizar, intercambiar y coordinar las diferentes estrategias de los movimientos revolucionarios, por entonces proclives en su gran mayoría a derrocar mediante la lucha armada a gobiernos tiranos, oligárquicos y serviles al imperialismo norteamericano.
En varios de los países con delegados presentes en aquella ocasión, la situación social apenas ha cambiado cincuenta años después. En lugares como Colombia, Uruguay, Brasil, Argentina o Paraguay la concentración propietaria de la tierra, que Viglietti entusiasmaba a socializar, ha empeorado aún más, empujando a millones de campesinos a las periferias urbanas. La violencia y la vejación continúan siendo marca registrada en Guatemala, Honduras y México, mientras el capitalismo salvaje continúa su devastadora tarea en Perú y Chile. Situación a la cual se han agregado miles de kilómetros de nuevas alambradas para segregar al mundo opulento del hambre y la miseria del resto, generada por la delincuencia de siglos de colonialismo.
Además de la valiente Cuba, algunos pocos países como Venezuela, Bolivia, El Salvador, Ecuador o Nicaragua, heredaron, cada uno a su forma, las mejores aspiraciones de aquella juventud trágicamente épica y lograron emerger proponiendo alternativas emancipadoras.
Estupidización, control o caos
Lo que sí ha cambiado radicalmente desde entonces son las vestimentas, los medios de transporte, las herramientas, las construcciones y el paisaje a nuestro alrededor. El entorno se ha vuelto eminentemente tecnológico y es por ello que las corporaciones de negocios se han abocado con prioridad al dominio de esas áreas. En especial, al control de la tecnología de las comunicaciones, que no sólo permiten el rápido desplazamiento mundial de información relevante a sus actividades económicas, sino sobre todo el manejo de la subjetividad hacia horizontes acríticos, idílicos para el statu quo corporativo.
Está a la mano que la anunciada “sociedad del conocimiento”, al estar en manos de pocas empresas y promover una concentración económico-especulativa de proporciones totales, se ha vuelto rápidamente la “sociedad del desconocimiento”. Desconocimiento de la legítima propiedad común sobre los avances en ciencia y tecnología, de los derechos básicos e inalienables de las personas, de la posibilidad de optar por diversidad de caminos de desarrollo; desconocimiento del reclamo popular a la paz y de la inviolabilidad del entorno personal.
Además de promover la reconversión del desgastado capitalismo industrial en un neocapitalismo cibernético –reemplazando personas por dispositivos sin derecho a huelga en la producción– los objetivos subjetivos a los que apunta la perversidad de la Internet corporativa de hoy –otrora tierra prometida de libertad, pluralidad, democracia y horizontalidad– son básicamente la estupidización, el control o el caos.
La estupidez, estimulada por la información falsa, la frivolidad de contenidos y la descontextualización, incentiva el consumo (o los sueños de consumo donde el ingreso no alcanza), la dependencia material, la competencia como estilo de vida e impide (o degrada) visiones críticas necesarias para avanzar hacia transformaciones.
El control es el Gran Hermano que acecha si falla la estupidez. La sistematización del procesamiento de información sobre preferencias individuales a gran escala –la ya famosa Big Data– acompañada de aplicaciones de vigilancia, monitoreo y espionaje insertos en la inescrutable selva binaria alcanzan hoy niveles de refinamiento nauseabundos. El ser humano es asediado por la invasividad de un terrorismo informático practicado por Estados y corporaciones.
El caos es la solución final, en caso que la estupidización o el control no logren su objetivo. Destruir es la consigna y el sabotaje cibernético su instrumento. Una artillería de malware y viruses que se incrustan y reproducen constituyen peligros letales para sociedades que operan prácticamente sin resquicios en base a tecnología computacional. Impostergable pensar cómo la aparición de algunos pocos puntos en una pantalla podrían inducir en mentes afiebradas la presunción de un ataque nuclear al cual debe “responderse” de manera devastadora. O cómo controles automatizados de centrales nucleares podrían ser interferidos. O conmociones sociales ocasionadas por viralización masiva dirigida de rumores o falsa información. Todo esto inicialmente desarrollado en laboratorio y apuntado a subvertir regímenes “no colaborativos” (el viejo “eje del mal” de Bush, siempre renovando caras pero inalterable en su cometido), pero luego –tal como sucede en la guerra bacteriológica– escapando a cualquier entorno controlado. El alarmismo no es bueno, sin embargo, las ficciones de antaño parecen estar ocurriendo con cada vez mayor frecuencia.
Este caos no sólo es planificado en la virtualidad, sino que se corresponde con los escenarios de guerra neocolonial en los que la destrucción de toda capacidad autosuficiente de soberanía es el primario, desguazando estados y reprimitivizando estructuras político-sociales.
Profilaxis
Ante esta pandemia digital, una suerte de peste negra global, hay que tomar medidas urgentes. En nuestra radical orfandad y acudiendo a consejos bienintencionados, quizás pensemos que la solución estriba en no aceptar propuestas indecentes, tales como la instalación y actualización permanente de programas que nos acosan de manera abusiva y dictatorial. Acaso abandonemos alguna red social optando por una variante novedosa y de mayor independencia. Quizás acudamos a reclamar abusos ante alguna instancia institucional sujeta a jurisdicciones locales. O bloqueemos a algún robot entre miles, nos desuscribamos de envíos automatizados, nos quejemos a un “servidor”, copiemos declaraciones donde “prohibimos el uso de nuestra información” o escribamos a una dirección electrónica desierta.
Todo ello es loable y hasta heroico y sin embargo ineficaz. Son intentos de salvación personal ante situaciones sociales extendidas y generales. Las corporaciones ahogan a los competidores alternativos, contratan a los creadores de software libre, compran gobiernos, polucionan la red, mienten y destruyen a su antojo en un ambiente en el cual su absolutismo parece ser definitivo.
A desinstalar contenidos
Habrá que empezar a desinstalar contenidos. Contenidos que no se encuentran en los prodigiosos aparatos con los que habitualmente interactuamos, sino en el gigantesco disco duro con el que contamos desde el mismo día en el que nacimos. Sin embargo, es aquél con el que menos interactuamos, al menos intencionalmente.
La salida ante el desesperante estado de deshumanización y violencia corporativa en el que nos encontramos prisioneros, comienza con la desinstalación de contenidos en nuestra propia conciencia y con la colocación de un potente antivirus, llamado atención, para evitar que nuevas plagas nos afecten. Claro que esta acción restringida al ámbito interno del operador no consigue aminorar en lo más mínimo los efectos de destrucción global, pero es perentoria para acometer la lucha colectiva contra la nueva dictadura tecnológico-comunicacional-informática, apenas una renovada forma de viejos órdenes sociales asfixiantes.
Una buena higiene es necesaria, eliminando lo que no sirve para ganar espacio y reconfigurar el disco. En primera medida, información maliciosa proveniente de fuentes como los medios de comunicación hegemónicos, principales operadores a escala local de la manipulación. Esto es sencillo ya que, en general, esas fuentes no confiables son fácilmente identificables. Al mismo tiempo, el boicot de consumo a dichos medios, compartida con otros millones de compañeros en actitud consciente, es un golpe directo a una de sus fuentes de poder.
A ello habrá que agregarle el descubrimiento de otras fuentes igualmente ofensivas pero algo menos expuestas en su accionar: aprender a leer el “meta-mensaje” destructivo inserto en películas de apariencia inofensiva – pensadas, gestadas, vendidas, premiadas casi todas desde el mismo lugar; comprender el engaño de la publicidad, la falsedad de las novelas, la sugestión agresiva de las marcas, el envenenamiento de la fama, todo ello puede contribuir a descongestionar positivamente nuestro espacio mental.
Pero luego habrá que proceder a una limpieza profunda del disco. Y ésta no es tan sencilla por el anclaje más severo que tienen algunos contenidos. Navegando en este espacio encontraremos codificaciones referidas a distintos aspectos de la moral y las buenas o no tan buenas costumbres, algunas trasladadas desde tiempo inmemorial, que están allí previo a cualquier reflexión, existiendo mucho antes de poder pensar. Son los prejuicios o predialogales que requieren un tratamiento dedicado que no podremos darle en esta nota.
Pero sí hay en la profundidad intermedia un contenido que es imprescindible remover de inmediato. La creencia en el individualismo como forma de vida.
Entonces se abrirá ante nosotros un nuevo universo de convergencia, donde reconoceremos a los demás como posibles aliados y compañeros, como seres humanos afectados por la misma situación y preocupaciones vitales. Convergencia de la que se habla mucho en el ámbito digital, pero que hay que trasladarla al campo social, entrelazando luchas y sectores sociales en efectiva comunidad. Comunidad para concretar el “Otro mundo posible”. Un mundo humanizado, a medida de la gente.