En un país acostumbrado a la “escurridera de bultos”, en el que ningún dirigente se hacía cargo de las consecuencias de sus acciones, el entonces Comandante Chávez asumió públicamente la responsabilidad de una rebelión cívico-militar en el año 1992. Ese evento inédito en la historia del país, provocó una ruptura con la forma tradicional de hacer política y, con los años, logró instaurarse como parte de un requisito ético para la función pública en el marco de un proceso de transformación revolucionaria. Sus palabras, junto a la responsabilidad que ellas expresaban, se transformaron rápidamente en praxis política de la emergente fuerza popular-chavista.
Diez años después de aquel febrero, la Revolución Bolivariana enfrentó un conjunto de acciones de desestabilización que culminaron en dos de los momentos más difíciles de la historia política contemporánea: el golpe de Estado de abril de 2002 y el paro petrolero a finales de ese mismo año. Mientras el presidente Chávez supo sortear ambos obstáculos y salir fortalecido políticamente, los dirigentes del golpe y del paro lograron evadir sus responsabilidades. Estos últimos no sólo se dieron el lujo de mantener el paro sin convocar nunca a su fin –y así continuar hasta el día de hoy- sino que contaron con una sentencia del TSJ que limpió sus nombres con aquella insólita sentencia que declaró un “vacío de poder”.
Aquellos eventos de 2002 visibilizaron nuevamente las prácticas de la vieja política, las mismas que aun conviven con la apuesta ética del chavismo. Ningún tipo de responsabilidad fue asumida por los dirigentes opositores que convocaron públicamente a un “Paro Cívico Nacional” o de aquellos que solicitaron reiteradamente la renuncia al presidente Chávez y acompañaron días después la juramentación de Pedro Carmona Estanga, en lo que bien podría compararse con la conocida defensa de Eichman durante los juicios de Nuremberg.
A los sucesos de abril y diciembre de 2002 podrían sumarse una serie de acontecimientos similares cuya autoría brilla por su ausencia, nos referimos a las guarimbas de los años 2003, 2004, 2007, 2013 y 2014. En estos casos, no solo hubo ausencia de responsables públicos, sino que simultáneamente el discurso público opositor se caracterizó por describir sus acciones como “pacíficas” y “democráticas”;de modo que la derecha venezolana nos ha acostumbrado, por un lado, a la irresponsabilidad, esto es, a no asumir las consecuencias de sus actos y, por el otro, al doble discurso, esto es, un discurso público “democrático” y otro privado de características desestabilizadoras/golpistas.
Las recientes declaraciones del principal vocero de la MUD, Jesús Torrealba, sobre la “hoja de ruta” de la oposición para lograr la salida del presidente Maduro, no pueden sino traer a la mente aquellos complejos días de abril y diciembre de 2002. Más allá del preocupante contenido, que incluye la poco novedosa fórmula de la renuncia forzada, es importante detenerse en lo no dicho: la incapacidad de los distintos grupos y partidos opositores para alcanzar un acuerdo consensuado sobre una vía única y constitucional para lograr el objetivo que se plantean.
Los diferentes intereses que se conjugan en la MUD dan cuenta de al menos dos grandes tendencias: por un lado, sectores que apuestan a utilizar los mecanismos constitucionales y, por el otro, aquellos que, en la búsqueda de un revanchismo político, apuestan a la violencia, el caos y a vías no pacíficas para el cambio de gobierno. La primera opción obligaría a la oposición a convivir democráticamente con el chavismo en el escenario de un hipotético gobierno de derecha, lo cual supone la posibilidad de retorno al poder de las fuerzas populares; la segunda, pretende la aniquilación/desaparición del chavismo, a través de una “limpieza” institucional y política que bien podría compararse con la violencia desatada durante los días posteriores al derrocamiento de Salvador Allende en el Chile de 1973.
La hoja de ruta(s) –en plural- elegida por la MUD refleja entonces el interés –y el miedo- de esos sectores de la derecha cuyo objetivo no se reduce al cambio de gobierno, sino que se dirige hacia la aniquilación del chavismo, entendido como un error histórico que debe ser superado y olvidado (material y simbólicamente). Este hecho evidencia también la fuerza que estos sectores mantienen internamente para imponer sus agendas desestabilizadoras, así como el silencio cómplice del resto de actores políticos de la MUD.
Para los sectores que apuestan a la violencia, la mejor opción para el logro de sus objetivos es aquella que permita un juego de “caída y mesa limpia”, a partir del cual –tal como ocurrió en abril de 2002- puedan eliminar de un plumazo todo lo hecho por el chavismo, incluida toda la institucionalidad del país, comenzando por los integrantes del Poder Judicial (TSJ), el Electoral (CNE) y el Moral (Fiscal General, Contralor y Defensor). Esta sería la vía más expedita para el logro de sus verdaderos objetivos, pues el “cambio de gobierno” por sí mismo no garantiza la desaparición del chavismo como fuerza política.
La MUD/ocracia, o el silencio cómplice de la derecha venezolana, se caracteriza entonces por una práctica política elitista bajo la cual los sectores que más gritan son capaces de acallar otras voces e imponer su visión; una práctica que incluye la evasión de cualquier responsabilidad sobre lo dicho y lo hecho y que no duda en utilizar un doble discurso que le sirva de protección. La MUD/ocracia es un juego de suma cero, un “todo o nada” que mantiene al pueblo fuera de cualquier ecuación. Una pequeña versión de la propuesta de gobierno que le ofrecen al país.
Lo preocupante en este escenario, así como en ocasiones anteriores, es que la agenda violenta y desestabilizadora siga siendo la principal ruta transitada por la derecha venezolana. En lugar de aprovechar el espacio de la Asamblea Nacional para aportar soluciones al país, la MUD ha decidido complejizar y enrarecer el panorama político, creando un clima de ingobernabilidad y acompañando agendas violentas que se encuentran al margen de la Constitución –e incluso de cualquier cálculo político sensato-. Estamos frente a la misma oposición del año 2002.
DesdeLaPlaza.com/Oscar Lloreda