Las izquierdas del mundo, y en particular las que se despliegan en el espacio político de Estados Unidos y toda América, acaban de recibir uno de sus más agudos reveses, cortesía de los acontecimientos que se sucedieron el pasado 6 de enero, en Washington D.C., de la mano de grupos supremacistas de apoyo a la reelección de Donald J. Trump como presidente de aquella nación. Y es que, en medio de todo el caos que parecía inundar la situación, un par de empresas estadounidenses en el ramo de las tecnologías de la información y la comunicación decidieron silenciar al jefe del ejecutivo federal a través del bloqueo provisional de sus perfiles públicos en redes sociales (Facebook, Instagram y Twitter, de manera particular).
El hecho se dio bastantes horas después de que el mandatario sostuviese un rally masivo en el que ofreció un discurso (quizás uno de los más virulentos hasta ahora pronunciados por él en su rol de funcionario público) en el que abiertamente incitaba a sus seguidores y seguidoras a llevar a cabo medidas de movilización y de protesta colectiva más radicales de las que hasta ese momento habían realizado, desde que se dieron a conocer los resultados de las votaciones de noviembre pasado. Y, asimismo, se dio tiempo después de que los y las manifestantes llegasen al seno del capitolio sin mayor resistencia por parte de los cuerpos de seguridad e inteligencia, federales y locales; llevando a los extremos de lo ridículo y lo insultante las diferencias que separan, por un lado, a la brutalidad policial cometida en contra de la comunidad negra y latina en el país; y por el otro, la inacción operante en contra del supremacismo blanco estadounidense.
El hecho resulta fundamental para la izquierda, y constituye una de sus más grandes derrotas en los últimos años, debido a que la decisión tomada por los CEO de dichas empresas (pertenecientes al grupo de las BigTech) no únicamente significó la realización de una demanda que a lo largo de los últimos cuatro años estuvo haciendo la izquierda estadounidense y americana para detener la influencia mediática de Trump entre las masas, sino, asimismo, porque la misma fue aceptada y aplaudida acríticamente por esos mismos sectores de izquierda y otros tantos grupos que se unieron a tal determinación embriagados por los sentimientos desatados por las manifestaciones de supremacistas en la capital del país.
Y es que, en efecto, el hecho de que fuesen las izquierdas locales, regionales e internacionales las primeras en aplaudir las medidas tomadas por las BigTech en el ramo de las redes sociales significa que éstas están siendo incapaces de reconocer los peligros que conlleva el aceptar plácidamente que sea la pretendida superioridad moral de las personas encargadas de estas corporaciones transnacionales la que dicte aquello que está permitido y aquello que está prohibido proferir en el espacio público, ya sea que éste se manifieste en su dimensión digital (como en Facebook, Twitter e Instagram) o en su dimensión territorial (por medio del control del flujo de información reportado en medios). Después de todo, y aunque la decisión tomada pudiese parecer algo coyuntural —un paso en falso, quizá, pero necesario dada la situación imperante en el momento en el que se dio—, la realidad del momento es que en el silenciamiento del aún presidente en funciones de Estados Unidos se cruzó una línea de la cual no hay vuelta atrás.
Piénsese, para dimensionar en toda su amplitud las consecuencias de las acciones tomadas por las BigTech estadounidenses, que lo que ocurrió el pasado 6 de enero fue el silenciamiento mediático total del presidente en turno de una de las potencias políticas, financieras y militares más grandes y agresivas que ha conocido la humanidad en los tiempos modernos; censura, no está demás subrayarlo, que se dio prácticamente sin ningún tipo de represalia por parte del gobierno estadounidense, en general; o del jefe del ejecutivo federal, en particular. Es decir, no fue a cualquier individuo al cual se optó por bloquear de las tres principales redes sociales con presencia en Occidente y en el resto del mundo: fue a una de las personas con mayor poder financiero, político y militar concentrado en sus facultades ejecutivas; y a uno, además, que lo caracteriza el revanchismo, la disputa y la toma de decisiones por arrebato cuando se lo desafía.
¿En dónde, pues, deja paradas esa decisión al resto de las personas que son usuarias de sus plataformas, consumidores y consumidoras. en estado de enajenación total, de sus productos y servicios, siendo ellas poco más que simples mortales sin concentraciones de poder político, financiero o militar remotamente parecidas a las que aún ostenta el presidente de Estados Unidos? Al parecer la izquierda no lo comprende a cabalidad, pero lo que ocurrió el 6 de enero, en Washington D.C., es la concesión, sin ambages, de la superioridad de las corporaciones transnacionales, dominantes en los ramos de las tecnologías de la información y el desarrollo de tecnologías de punta, en la definición de la agenda mediática, del debate público.
Aplaudir las medidas tomadas por las BigTech en contra de Trump, en este sentido, es aplaudirles y concederles el derecho de dominar la producción, la circulación y el consumo de la información socialmente producida, dejando sin capacidad alguna de decisión, al respecto, al enorme cúmulo de personas que constituyen sus bases de usuarios y usuarias de sus servicios y productos. Porque la realidad es que, si en el marco de las protestas en la capital estadounidense lo pudieron hacer sin ser objeto de ningún tipo de represalia, en los tiempos por venir, esa determinación únicamente tenderá a extrapolarse, radicalizarse y generalizarse hacia otras geografías y otros contextos. La manera de lograrlo, además, será navegando por los mares de la política internacional con bandera de izquierda: con consignas en favor de la defensa de la libertad de expresión y la censura objetiva, moralmente necesaria, de todo aquello que consideren constituye un peligro para la libertad y la democracia.
La presidencia de Trump y las protestas experimentadas en la nación a principios de este mes, al respecto, son parte de la explicación a la pregunta sobre cómo es que van a lograr estas corporaciones transnacionales lograr generalizar regímenes de censura y de control de la información más amplios, sistemáticos y herméticos en los tiempos por venir. Y es que, entre la persona del presidente y los actos cometidos por sus hooligans en el Capitolio, lo más seguro es que el argumento base empleado para instaurar y ampliar esos regímenes de silenciamiento sea el de la prevención: prevenir que se de la emergencia, en el futuro, de figuras similares a las del presidente de la nación, prevenir que personalidades así lleguen nuevamente a gobernar en cualquier parte del planeta, prevenir que sus discursos encuentren eco entre las masas; prevenir que se incite la violencia, el odio, la segregación, el supremacismo, etcétera.
El problema acá es, no obstante, que si los criterios empleados para prevenir cualquiera de esas situaciones están dados por los intereses propios y por el arbitrio de las personas al mando de esas corporaciones, nada evita que, al final, el rasero empleado para barrer con la virulencia discursiva de Trump sea utilizado, asimismo, para eliminar, censurar, silenciar, marginar a todos aquellos actores que se opongan a los intereses corporativos de las BigTech —o de sus gobiernos, cuando exista comunidad de intereses entre aquellas y estos—. De hecho, si se observa lo anterior de cara a los últimos acontecimientos que han tenido lugar en Estados Unidos en el último año, nada evitaría, en esta línea de ideas, que, en última instancia, estas corporaciones decidan colocar en el mismo saco a las protestas del movimiento Black Lives Matter (BLM) y al supremacismo blanco, tributario del Ku Klux Klan (KKK). Así es, por lo menos, como ha ocurrido desde las movilizaciones más grandes promovidas por el BLM, en cuyo contexto algunas plataformas de redes sociales censuraron los mensajes, las reflexiones y las convocatorias a la movilización emitidas por figuras destacadas del movimiento.
En el plano internacional, por otro lado, nada evitaría, en la misma tónica, que, bajo el argumento de que constituyen un peligro para la libertad y una amenaza para la paz, la estabilidad, la seguridad y/o la democracia, mandatarios y/o movimientos sociales de América o de otras regiones del mundo sean silenciados y objeto de campañas mediáticas de desprestigio por parte de estos intereses empresariales. Esto, por supuesto, ya ocurre, y tiene una larga tradición, en particular, en el caso de la prensa, la radio y la televisión (el caso CNN en contra de Cuba y Venezuela es paradigmático). Sin embargo, el cambio cualitativo, acá, sería el replicar la acción que se tomó en contra de Trump, lo cual ya no supone un ataque por parte de presentadores y/o comentócratas al frente de una sección específica o como voceros de una corporación dada, sino, antes bien, el embate directo por parte de una institución privada que, en muchos casos, es varias veces más rica y financiera y mediáticamente más poderosa que un gobierno nacional completo (si se compara el tamaño de la economía de un Estado de América Central o del Caribe frente a la capitalización de mercado de una empresa como Facebook o Google, las distancias que se abren entre una y otra quedan perfectamente clarificadas).
Y es que, el punto aquí es que, al haber dado su consentimiento para silenciar a Trump, de alguna manera, la izquierda renunció al derecho a defender la libertad de expresión para todos aquellos y todas aquellas que militan en su propio espectro ideológico de la política; esto es, en la izquierda. Seguro, el supremacismo de Trump y del trumpismo son una amenaza de derecha, conservadora, siempre latente de radicalizarse. El problema es, no obstante, que la decisión tomada por las BigTech no tiene sólo a Trump como su objetivo: todos y todas nos encontramos, ahora mismo, ahí, en el lugar que actualmente ocupa el aún presidente estadounidense. El personaje y sus hooligans son despreciables, sí; los discursos supremacistas deben ser silenciados, sí; deben ser combatidos, sí; deben ser criticados, sí. Pero también debe ser combatido y criticado el ejercicio de poder que ejercen las empresas que controlan los medios de comunicación.
Cuando son ellas las que callan a los supremacistas, no se debe perder de vista que son ellas, de igual modo, las que le dan un sentido, una dirección, a los medios y a su utilización, no sólo en lo concerniente a esos perfiles de la gran política, sino en lo que toca a la totalidad de usuarios y usuarias con los que cuentan en sus registros. De ahí que el tema de fondo, en esta problemática, no sea la defensa del discurso supremacista de Trump y/o de sus seguidores, sino, por lo contrario, la defensa del imperativo que indica que no deben ser los intereses corporativos los que tengan la última palabra en el control de la producción, circulación y consumo de información en una sociedad dada. Si los discursos supremacistas deben ser silenciados porque en ellos siempre existe el riesgo de llegar a experiencias como las del fascismo occidental o las del autoritarismo en América, y porque, además, incluso si no llegan a materializarse en experiencias políticas tales, son contenidos discursivos que jerarquizan y justifican la explotación de unos sectores sociales por otros; ello, en fin, debe darse por acción y efecto de la propia colectividad en la cual se da el despliegue de esos discursos. Es decir, la decisión debe de estar en manos de la colectividad.
Que el desprecio por la persona de Donald J. Trump no conduzca a la izquierda y a las sociedades americanas a aceptar a las hienas como una mejor alternativa ante el lobo.
- Ricardo Orozco, Internacionalista por la Universidad Nacional Autónoma de México
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