El presidente argentino Alberto Fernández llamó a reconstruir la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR) de la que formaban parte los doce países de América del Sur desde su creación en 2008.
La UNASUR, que se estaba consolidando bajo la hegemonía de varios gobiernos progresistas, se fue desintegrando con el acceso al poder de Mauricio Macri en la Argentina (2015), el derrocamiento de Dilma Rousseff en Brasil (2016) y el giro neoliberal de Lenín Moreno en Ecuador, país que albergaba la sede de la UNASUR. La canciller de Macri, Susana Malcorra, lo había expresado claramente al plantear la “desideologización” de la política exterior, argumento retomado por varios gobiernos de derecha de la región, como si “la ideología” en abstracto fuera patrimonio progresista.
En abril de 2018 los cancilleres de Perú, Colombia, Brasil, Argentina, Chile y Paraguay anunciaron que dejarían de participar “hasta que se no se garantice el funcionamiento adecuado de la organización”, aprovechando un momento de disputa alrededor de la elección de un secretario general que sucediera al expresidente de Colombia Ernesto Samper.
En la visión liberal, conservadora y de derecha en América Latina la integración es patrimonio de los gobiernos llamados progresistas, una visión absolutamente miope si se mira la experiencia europea donde conviven ya hace décadas gobiernos de matrices ideológicas diversas e incluso contrapuestas.
Varios referentes políticos y mediáticos que representan el pensamiento liberal ya manifestaron que la idea de reflotar la UNASUR es “anacrónica”. Suena paradójico que, quienes se presentan como “modernos” y con ideas renovadoras, ignoren la experiencia de la Unión Europea (UE) como un salto cualitativo de integración regional. En Europa apenas seis países pusieron los primeros ladrillos de la UE en 1951, hasta lograr ampliarla a 27 países, con un Banco Central, un parlamento y una moneda, el euro, que utilizan 19 de ellos. No se puede negar que su fortaleza económica, entre otros motivos, radica en el desarrollo industrial europeo y porque varios países fueron potencias coloniales que dominaron gran parte del planeta. Gracias a esta fortaleza, pero también por razones políticas, durante la pandemia se creó un fondo de ayuda de 750 mil millones de euros para sostener a sus países más afectados.
Por el contrario, la atomización de la UNASUR impidió que su Instituto Sur Americano de Gobierno en Salud (ISAGS) asumiera un rol activo durante la pandemia del COVID19 para trabajar de manera conjunta y coordinada como ya lo venía haciendo.
La recuperación de UNASUR no es una anacronismo sino un signo de madurez colectiva regional para integrar América Latina y el Caribe, con todas sus diferencias, y para poder vincularse con mayor solidez al resto del mundo.