En la historia reciente del capitalismo moderno, cuando aún no existían las redes sociales, hay dos elementos que fueron fundamentales, para su consolidación, expansión y hegemonía global: los medios de comunicación y la publicidad.
Ambos (medios y contenidos publicitarios), representaron el pilar para la difusión masiva de una ideología, donde el consumo a gran escala de bienes, la ilusión de libre albedrío y la idea de competencia, coparon la escena del llamado mundo «libre y democrático».
Al igual que en los regímenes totalitaristas de comienzos del siglo pasado, detrás de las naciones que comandaban el nacimiento de ese mundo «libre y democrático», existían élites de poder interesadas en imponer una visión y ejercer el control de la sociedad.
La gran diferencia entre un modelo y otro, es que los primeros (totalitaristas) apelaban abiertamente a la represión y los segundos («demócratas») se decantaron, fundamentalmente, por la vía de la persuasión. Aunque, obviamente, la historia está llena de casos en los que, al agotarse el recurso persuasivo, se opta sin problemas, por la violencia más bárbara.
Como apunta el reconocido filósofo y lingüista norteamericano, Noam Chomsky, la vanguardia intelectual, académica y económica de esas sociedades de principios de siglo XX, había comprendido muy bien que el elemento clave para asegurarse la permanencia en el poder, incluso más allá de lo militar, lo político y lo económico, era el control de la «gran bestia». Metáfora empleada durante el mandato del entonces presidente norteamericano, Woodrow Wilson, para referirse a la opinión pública.
Y, efectivamente, uno de los investigadores estadounidense pioneros en esta campo, como lo fue, Walter Lipmann, siempre orientó sus estudios hacia un control de la opinión pública, en función de los intereses de la clase, o más bien, la élite dominante. Según este teórico, también estadounidense, algo fundamental para los gobernantes era: protegerse del «rebaño desconcertado, cuando brama y pisotea«.
En esta otra metáfora bastante odiosa quedan claras 2 ideas centrales de un modelo comunicacional, que prevaleció durante varias décadas. 1) Hay una masa de población a la que se considera torpe e inepta, y 2) esa masa hay que conducirla o más bien «arrearla» hacia tales o cuales fines.
En paralelo con los estudios de opinión pública surgen también otras disciplinas fundamentales, la propaganda y la publicidad. La primera más enfocada en las ideas políticas, jugó un papel clave antes, durante y después de la Segunda Guerra Mundial. Mientras que la segunda sería la reina indiscutida del mundo del consumo. Un motor insustituible de las finanzas para las plataformas mediáticas y del entretenimiento.
Ambas comparten muchas similitudes operativas y persiguen fines parecidos. Su razón de ser última es modelar patrones de conducta, bien para el respaldo de una opción política o para la compra de un determinado producto.
De manera que ambas corrientes se enfrentaban a un potente desafío, cómo manipular conductas. Esto representó una actividad sumamente compleja porque, como enseñan los estudios primigenios de la publicidad, la gente a la hora de comprar: difícilmente sabe lo que quiere, pocas veces dice la verdad y no actúa de manera racional.
Ello supuso un enorme reto para los padres fundadores de la publicidad y la opinión pública. Destacan en esta fase nombres como el de Edward Bernays, considerado el gran gurú de las relaciones públicas y la publicidad. Y también los pioneros de los llamados estudios de investigación motivacional.
En la génesis de esta corriente encontramos la fusión de los hallazgos del psicoanálisis con los preceptos del modelo conductista, para llegar hasta regiones inexploradas del subconsciente. Y posicionar así marcas, gustos, patrones e ideas políticas, entre otros.
El gran reto era saber qué piensa la gente realmente, para conocer o mejor aún predecir cómo reaccionarían las personas ante tal o cual situación. El que lo lograra tenía el mundo a sus pies. La competencia fue encarnizada surgieron, como refiere, Vance Packard, varios institutos de investigación motivacional, con expertos al frente como Ernest Dichter, Louis Cheskin y Emanuel Demby, entre otros.
Igualmente, se crearon equipos multidisciplinarios de psicólogos, sociólogos, comunicadores, psicolingüistas, neurofisiólogos, analistas del tono de voz y segmentadores psicográficos, entre muchos otros. Y se incorporó la técnica de la entrevista en profundidad, para intentar determinar qué quiere la gente y cómo hacerla comprar más.
Nada se dejaba al azar y se invertían cientos de miles de millones de dólares. Durante esas décadas de los años 40 y 50 del pasado siglo XX, se echaron las bases fundacionales del moderno edificio de la publicidad y las relaciones públicas. Los logros alcanzados en términos de posicionamiento de marcas y márgenes de consumo están a la vista. Se trata, hoy por hoy, de una de las grandes industrias que mueve al mundo.
Esta es historia conocida, pero lo que quizás no llegaron siquiera a imaginar ni Bernays, ni Lipmann, ni Dichter, ni Cheskin ni Demby, es que la tecnología a través de las plataformas de redes sociales iba a poner a la disposición de las empresas la piedra filosofal de la manipulación.
Sí, con las trazas digitales del mundo 2.0 y la ingeniería de algoritmos basados en la teoría de Grafos, las empresas de mercadeo tienen ahora a su disposición, lo que tanto se había buscado, pero había sido tan esquivo: la predictibilidad infalible.
Ciertamente el nuevo documental The Social Dilemma, del documentalista norteamericano, Jeff Orlowsky, está poniendo el dedo en la llaga, acerca de un modelo de recepción y consumo de mensajes, que se vendió como inocuo. Y sobre el que existían grandes expectativas, en términos de integración e intercambio, pero que ahora comienza a mostrar una cara nada amigable.
Con este docudrama, exhibido en el Festival de Cine Sundance y ahora disponible en la plataforma de streaming Netflix, quedan al descubierto elementos asombrosos acerca del verdadero alcance, así como los verdaderos fines de conceptos relativamente nuevos como la meta-data y los algoritmos de predictibilidad.
El trabajo cinematográfico combina entrevistas a expertos, extrabajadores de algunas de estas plataformas de redes sociales, con situaciones ficcionadas ilustrativas de los riesgos y efectos negativos de este modelo comunicacional.
Entre los entrevistados destacan personajes como: Tristan Harris, especialista en ética y ex trabajador de Google, Anna Lembke, experta en adicción de la Universidad de Standford y Roger McNamee, antiguo inversionista de Facebook.
El trabajo plantea que con el boom de la monetización de los contenidos en redes sociales, es decir con la inclusión de la publicidad, se ha desatado una competencia reñida por captar la atención de los usuarios. De este modo las plataformas se han obsesionado por conocer en detalle los gustos y preferencias de cada individuo.
Esto se logra a partir de las trazas tecnológicas que un usuario deja en cada sesión en las redes. Desde los likes, hasta los contenidos que consume y los comentarios que publica. Todo es recabado minuciosamente y organizado a partir de una lógica
logarítmica. Ello permite conocer detalladamente al internauta. De ese modo, se construyen patrones de consumo de miles de millones de personas a las que clasifican en grandes grupos de afines.
Este método permite predecir comportamientos y anticipar los contenidos que desea recibir una persona en un momento determinado. Pero lo verdaderamente «revolucionario» es que a partir de esa meta-data el administrador de la plataforma, no sólo predice sino que puede incidir en nuestra conducta, sin que nos demos cuenta.
Así se direccionan, desde la compra de un par de zapatos hasta la votación de un evento trascendental como el Brexit o la elección de un bárbaro sociópata como, Donald Trump, en la presidencia de los Estados Unidos.
Obviamente, las empresas del mundo corporativo se matan a dentelladas. La meta es hacerse con una data clave, que se organiza y comercializa a precios de oro y sin ninguna reglamentación. En el concepto clásico de la publicidad se estudiaba a la audiencia para hacer que comprara tal o cual producto. Ello daba un margen de error, unas veces más marcado que otras. Ahora la propia audiencia es el producto que se comercializa, sin que la persona lo sospeche, en mercados a futuro de meta data.
La comunicación se convierte abiertamente y en todo momento en manipulación. Y cómo estas plataformas de redes son relativamente nuevas no están normadas ni reglamentadas por nadie.
El otro gran riesgo es que las redes sociales atizan la polarización extrema. Y es que al suministrar contenidos que sólo encajan con tu determinada visión del mundo, las personas llegan a creer que esa es la única verdad posible. Si a eso añadimos que se construyen post-verdades basadas en emociones fuertemente arraigadas. Se puede comprender entonces porque circulan tantos mensajes de odio e intolerancia en estos espacios digitales.
Nada se dejaba al azar y se invertían cientos de miles de millones de dólares. Durante esas décadas de los años 40 y 50 del pasado siglo XX, se echaron las bases fundacionales del moderno edificio de la publicidad y las relaciones públicas. Los logros alcanzados en términos de posicionamiento de marcas y márgenes de consumo están a la vista. Se trata, hoy por hoy, de una de las grandes industrias que mueve al mundo.
Pero además, la adicción que las redes sociales provocan, genera soledad y depresión, especialmente en los adolescentes. Los genios de la tecnología que diseñaron Facebook, Twitter y WhatsApp, entre otras, lograron poner en comunicación a miles de millones, sin importar las barreras geográficas.
Pero una vez más la mercantilización del modelo amenaza con convertir a las redes sociales en una seria amenaza. Una suerte de Gran hermano ultra recargado, para mantenernos, paradójicamente, más vigilados, desintegrados e ignorantes.
Para nada se trata de satanizar a esta gran plataforma de redes sociales, pero sí de elevar las precauciones. A fin de decidir realmente qué consumimos, cómo y cuándo lo hacemos, por qué y para qué.