En la presente nota, François Soulard describe, amplía y reflexiona sobre el concepto de “post-verdad” y sus implicancias en la actualidad política y social. Publicamos la nota en dos partes para facilitar su abordaje.
François Soulard es comunicador social, migrante franco-argentino. Reside en La Plata (Argentina) desde el año 2006. Participa en diferentes movimientos sociales y asambleas ciudadanas de América Latina, África y Asia. Es activista del Foro de medios libres y del Foro por una gobernanza mundial (www.world-governance.org).
En la primera mitad del siglo XX, el escritor Aldous Huxley temía, en su obra Un mundo feliz, que la verdad quede ahogada en un océano de insignificancias y que el deseo de conocimiento iba a ser reprimido. Dos décadas después, a la víspera de la segunda mitad del siglo XX, George Orwell, autor del otro gran relato distópico 1984, se asustaba con la idea de que la verdad termine ocultada por el poder de control totalitario, anticipando en su ficción una “neolengua” (Newspeak), un idioma con palabras erosionadas y “desaparecidas”, destinado a achicar el abanico perceptivo del lenguaje y trasladar la comunicación humana al terreno de los afectos. Poco más de medio siglo después estos relatos anticipatorios, el neologismo de “post-verdad” es elegido como palabra del año 2016 y consagrado en los diccionarios oficiales del mundo anglosajón. ¿Ya habremos llegado a los tiempos post-modernos narrados por estos autores – como también por muchos otros cada uno con su aporte específico (Ira Levin, Walter Travis, Annah Arendt, René Girard, Tod Strasser, Jonathan Littell, Michel Foucault, Noam Chomsky, etc.)?
Si este neologismo tiene la virtud de sellar en una palabra corta y sencilla un fenómeno que se ha vuelto palpable en la cotidianeidad de muchas sociedades, es necesario reconocer que sus definiciones resultan todavía borrosas o mudas a la hora de entender los fenómenos y las circunstancias que lo subyacen. En principio, el término de post-verdad – o de era post-factual – plantea resumir la tendencia en recurrir menos a los hechos objetivos que a las emociones y las opiniones personales para influenciar la opinión pública. Caracteriza una suerte de cambio de equilibrio a favor de las narrativas subjetivas e ideológicas por sobre la argumentación arraigada en los datos de la realidad, una suerte de emancipación autoreferencial del discurso respecto a la realidad objetiva, en particular en el terreno de la comunicación mediática y política moderna.
Para aquellos que viven expuestos a las radiaciones mediáticas en las latitudes conosureñas, el término es muchas veces sinónimo de una intensificación de las mentiras mediáticas al servicio de tal o cual grupo de poder. Para otros, remite más bien a la emergencia de una inflación emocional, o de un postura de escepticismo y de un relativismo cultural respecto a las voces o incluso los valores dominantes en la sociedad. Si bien los contextos comunicacionales han cambiado radicalmente de un momento histórico a otro, cabe recordar que esta tensión oscilante entre apego a la realidad y construcción discursiva a la escala de una comunidad o una sociedad no es nueva (y no es necesariamente problemática). Tiene que ver con una dialógica realidad-interpretación-pertenencia que ha atravesado todos los tiempos y que las variadas corrientes filosóficas o la misma configuración de las fuerzas socioculturales del momento han resignificado.
Los Sofistas en la Grecia antigua por ejemplo, inventan la retórica, una escuela discursiva versando a veces en lo especulativo y lo ilusorio, que va a influir significativamente en la arena política (en el sofismo, todo discurso es verdadero ya que el no-ser no existe y por lo tanto no tiene acceso al lenguaje). La propaganda política, fortalecida junto a la expansión de los Imperios, se verá atacada durante cada gran episodio de revolución social con maniobras conspirativas – destilada por los sectores influyentes (Iglesia, Masonería, plutocracias) y dirigidas hacia los sectores de poder (proletariado, élites, musulmanes, etc.). Más adelante, los proyectos totalitarios del siglo XX – en el cual el capitalismo militante podría ser tal vez candidato – han transformado en armas los métodos de represión de la verdad y de manipulación psíquica-comunicacional de las masas, en un contexto donde el apego a las ideologías nacionalistas constituye un dato central de esa época (de paso recordemos el rol decisivo que tuvo el coraje de figuras tales como Aleksandr Solzhenitsyn, Rosa Luxemburgo, Malcolm X, Annah Arendt, Rodolfo Walsh, etc. en sus respectivas arenas para desnudar los aparatos de represión). Más cerca de nosotros, en los años 80, junto a una masificación creciente de los medios de comunicación, hemos visto el despliegue de nuevas proyecciones ideológicas (regionales o mundiales), que perduran hoy y que sistemáticamente fueron acompañadas por una militancia comunicacional: entre las principales, la corriente neoliberal iniciada con la dupla Reagan-Thatcher; la corriente islamista wahabita nacida en Arabia Saudita y la revolución khomeinista chiíta en Irán (la corriente comunista se derrite con el colapso de la Unión Soviética). Leyendo el trabajo histórico del francés Jean-Marie Domenach 1 sobre la propaganda, uno se puede dar cuenta que está última es tan vieja como la política misma.
Estos ejemplos brevemente mencionados nos sugieren que más allá del acercamiento un tanto maniqueo que nos propone el término de post-verdad, resulta en definitiva más enriquecedor entender las circunstancias y su itinerario de elaboración. Parafraseando al teórico canadiense de la comunicación McLuhan cuando afirma que “el medio es el mensaje” (1967), el medio, hoy, se ha transformado en un vasto ecosistema conectando multitudes, minorías influyentes y redes mediáticas, en el cual la manipulación de las mentes y de las voluntades – si bien ha evolucionado el esquema de masividad unidireccional como lo recuerda el argentino Luis Lazzaro 2 – se ve potenciada y se ha vuelto un reto central. Los indicadores de monopolización y de control mediático van creciendo 3, con consecuencias directas sobre los riesgos de “tiranización” de la opinión pública 4 y erosión de voces y derechos. Pero veremos más adelante que esta tendencia está lejos de generar linealmente un auge del “control remoto” de la opinión pública. Ésta última posee vida propia, retracciones e inercias, lo cual también constriñe la excesiva concentración de poder a una sofisticación de sus estrategias. Esta cuestión por ejemplo se evidenció en recientes iniciativas de referendos y se está debatiendo bastante en América Latina en torno al retraso de la “percepción popular” de los avances de los proyectos progresistas. Pero retomemos el hilo anterior.
En este trasfondo, el gran hito disparador que genera una ruptura en el grado de instrumentalización de la opinión pública comienza alrededor de la cruzada internacional que los neoconservadores estadounidenses emprenden luego de los atentados del 11 de septiembre 2001. Como nunca golpeados y arrastrando todavía los resentimientos de la derrota en Vietnam, los Estados Unidos emprenden una guerra preventiva en Irak como parte de un proyecto de remodelaje del Medio Oriente, todo esto encubierto bajo una inteligente fabricación del enemigo. En los medios como en las instancias multilaterales, Irak está casualmente sospechado de tener armas de destrucción masiva (algo que nunca se comprobó y que Wikileaks luego ayudó a entender). Se instala la narrativa de una amenaza de un supuesto “eje del Mal” conformado por Irak, Irán y Corea del Norte.
Este proyecto imperial, sobredimensionado y terminando en el fiasco actual que conocemos, sólo se pudo sostener a nivel de la opinión pública por una instrumentalización de los grandes medios (principalmente el canal CNN) y una intensa propaganda comunicacional. De hecho, desató una gran perplejidad en el seno de la sociedad civil y muchas teorías del complot – entre ellas vehiculadas por la red Voltaire – se agregaron al embrollo para alimentar la sospecha apuntando las élites neoconservadoras. A fin de cuentas, si bien los Estados Unidos logran justificar la intervención en un momento donde se encuentran al apogeo de su hiperpotencia geopolítica, es imprescindible señalar que, desde la guerra de Vietnam, el peso de las opiniones públicas, inclusive en el caso de la intervención de Rusia en Afganistán a partir de 1979, se ha vuelto una de las variables centrales en el fracaso de los conflictos irregulares donde está involucrado el campo occidental. Más allá de la ocultación mediática, las sociedades de los países centrales tienden a percibir el grado de instrumentalización. Se vuelven más sensibles a las perdidas humanas y reticentes a las intervenciones extranjeras, influyendo en última instancia sobre las decisiones políticas y militares. Una cosa impensable en los tiempos de guerra colonial. Dicho de otra forma, la expansión de las comunicaciones y de la libertad de prensa, tan promovidas por el proselitismo occidental – el geopolitólogo Zbigniew Brzeziński lo planteaba como un nuevo pilar de la política exterior de los Estados Unidos junto al tema de los derechos humanos – se han vuelto paradojalmente en su contra, específicamente en el campo de la acción político-militar 5 en el plano internacional. No es un dato menor y está poco abordado en los análisis comunicacionales o geopolíticos.
Mucho se escribió y se sigue escribiendo sobre esta destilación de “verdades ideológicas” por las élites de los Estados Unidos en el Medio Oriente en pos de llevar a cabo un nuevo modelo de relaciones internacionales. Mientras tanto, en los últimos quince años, se desencadenaron rápidamente toda una serie de terremotos: la crisis financiera del 2007-2008; las revueltas populares árabes del 2011; la crisis de inseguridad directamente relacionadas con los errores occidentales en África del Norte y Medio Oriente; el crecimiento continúo de los (re)emergentes (China, India), en el telón de fondo de una expansión de la conectividad global y de una serie de problemáticas transnacionales desbordando los marcos de regulación (migraciones forzadas, cambios climáticos, desigualdades sociales, riesgos financieros, etc.). Finalizada la Guerra Fría, el planeta supuestamente salía de los elementos perturbadores del siglo XX, es decir de los totalitarismos, de los nacionalismos y grandes confrontaciones ideológicas. Acaso ¿Huntington y Fukuyama no habían elaborado un relato inflacionario con las tesis del choque de civilizaciones y de un supuesto fin de la historia? Pero el tablero global se encuentra paradójicamente en una situación de nuevas amenazas y impotencias en los albores del siglo XXI.
Sin lugar a dudas, este panorama se ha vuelto otra fuente de perturbación de los supuestos instalados por la racionalidad moderna y de la vida política. Surgen nuevas perplejidades y cabe señalar que los modelos tradicionales de comunicación se entraman con estos problemas, cuando no los amplifican. En el escenario global ¿cómo ordenar hoy una comprensión del alcance del cambio climático en relación al terrorismo internacional y las grandes transformaciones geoeconómicas? ¿Cómo entender la imbricación entre la globalización y la reactivación de los nacionalismos o discernir entre los acontecimientos capaces de cambiar duraderamente las sociedades y los movimientos sin grandes consecuencias? A nivel nacional, ¿cómo entender los ejes estratégicos que orientan en profundidad el desarrollo de un país más allá de los espectáculos políticos y electorales? La comunicación a ultranza se ha agregado a lo que Noam Chomsky caracteriza como una fragmentación deliberada, fértil a la dominación mediática. De hecho, en este periodo de perturbación, varios interpretan estas tendencias como nuevas maquinaciones o planes de generación del caos por parte de los poderes concentrados. Sabemos que estas maniobras siempre existen y podrán existir. Pero se elude deliberadamente otro elemento central: la ausencia de patrones explicativos frente a la incertidumbre y la complejidad creciente de la situación planetaria. ¿Cuántas veces miramos lo que ocurre en América Latina, África, Medio Oriente, Estados unidos, etc. con los anteojos y a veces la nostalgia del siglo XX? ¿O será que de lo posible se sabe demasiado como canta hermosamente Silvio Rodríguez? En el caso de los teatros de conflicto, esta situación queda aun más a la vista, la investigación de terreno volviéndose una herramienta central de conocimiento fiable y riguroso. Resaltamos aquí que en el fondo, esta reconfiguración entre búsqueda de nuevos marcos interpretativos y la realidad siempre perturbadora y desafiante, puja hacia un clima de época más irracional y agobiante.
En 2016, dos acontecimientos terminan de cristalizar el ingreso “oficial” en la etapa de la denominada post-verdad: por un lado el referéndum británico que sepulta la inclusión de Gran Bretaña en la Unión Europa mediante un proceso electoral contaminado por campañas tendenciosas 6; por otro, la elección polémica de Donald Trump en la Casa Blanca. Hacen eco a otros procesos no directamente relacionados con ellos pero semejantes en cuanto a la preponderancia del factor emocional-mediático. Lo mencionamos aquí de forma un poco desordenada: en Brasil (destitución judicial-mediática de la presidenta Dilma Roussef); en Filipinas (elección de Rodrigo Duterte en base a un discurso muy ofensivo); en Hungría (desarrollo de un referéndum anti-migrante); en Turquía (manejo de los medios de comunicación y purga de las impurezas de la sociedad turca por el régimen de Erdoğan); en Ucrania (diabolización de Vladímir Putin y ofensiva de la coalición occidental frente a Rusia); en Siria (statu quo internacional y polarización de las opiniones según las lineas de propaganda de cada fuerza involucrada); en Venezuela (estigmatización del gobierno chavista 7 e intentos de golpe destituyente); en Argentina (engaño electoral y revanchismo antipopular del conservador Mauricio Macri).
En muchos de estos casos, uno de los hilos conductores radican en la irracionalización creciente de la construcción política a favor de una expresión exacerbada de la dimensión emocional-identitaria, fenómeno que el geopolitólogo Dominique Moïsi se propuso analizar a escala global hace varios años en su obra Geopolítica de las emociones (2009). Donald Trump, del mismo modo que Ronald Reagan se sintonizaba con la gramática del cine de Hollywood – vector de un maniqueísmo muy adecuado al período de la Guerra Fría -, se dirige directamente a sus electores usando las pautas del show televisivo y de las redes sociales, desarrollando una verdadera estrategia del caos. Confunde la visión de conjunto del público, ponteando a los medios tradicionales, y apela a las emociones colectivas, en particular a los sentimientos negativos: el miedo a los migrantes; el odio hacia el establishment o a los aparatos institucionales; el rechazo de las voces mediáticas dominantes, apuntando hábilmente su adversario político y demonizándolo. Usa la envidia para cristalizar el electorado alrededor de una identidad herida y la necesidad de recuperar la grandeza de los Estados Unidos.
Todos estos elementos, bien conocidos por los especialistas de la propaganda – entre ellos el ruso Serguéi Chajotin, opositor de los embates de la propaganda nazi en los años 1940 y autor de La violación de las masas por la propaganda política (1939) –, se pueden comparar con los distintos ingredientes movilizados por Hitler y Goebbels en su otrora régimen totalitario. Pero esta vez – y esto es la novedad al menos para algunos – en tiempos democráticos. La propaganda totalitaria se ingeniaba a generar una exacerbación del miedo y del odio del otro, el resentimiento hacia los responsables del declive o de la crisis con la búsqueda de chivos expiatorios. Se pretendía purificar de algún modo la sociedad, estigmatizando y borrando los elementos perturbadores (musulmanes, migrantes, marginales, grupos étnicos), amenazando aquellos que obstaculizaban esta purificación. Según Serguéi Chajotin, el líder ideal de un proyecto totalitario es “aquel para quien el interés social y la comprensión de las aspiraciones y la psicología de los individuos formando las masas se asocian”. Precisamente, la fuerza de Donald Trump es haber entendido, pese a la reticencia de su entorno cercano, la psicología de masas del pueblo norteamericano (y no solamente el perfil de las élites de las costaneras del Oeste y del Este o las minorías marginalizadas). No dudó en descalificar a los medios oficiales e instalar una supuesta vía “alternativa”, recurriendo a falsas noticias, relatos ofensivos, negacionistas o conspirativos.