El lenguaje binario y sus algoritmos han tomado el control de la economía mundial y dirigen la circulación de bienes y servicios culturales a través de plataformas y aplicaciones propietarias con un flujo de sentido unidireccional que conduce a un pensamiento único. Es un nuevo orden mundial donde la hegemonía simbólica de la industria audiovisual estadounidense opera como agente retórico del mercado través de la pantalla global por satélite o descarga de streaming.
Atrás ha quedado la etapa de los medios masivos de comunicación que se correspondieron con la etapa industrial y las audiencias masivas; hoy se trata de cientos de millones de seres humanos individualizados mediante lo que las terminales de búsqueda conocen como huella o identidad digital.
La información global disponible hace ya dos años en la nube de internet superaba los 5 ZB (zetabites, cifras con 21 ceros) y su control define buena parte de la geopolítica planetaria.
Han llegado hasta aquí a través de lo que Giles Lipovetsky y Serroy describen en La cultura-mundo[2] como “la cultura extendida del capitalismo, el individualismo y la tecnociencia, una cultura globalizada que estructura de modo radicalmente nuevo la relación de la persona consigo misma y con el mundo”. Esta cultura-mundo se ha convertido a su vez, en una gigantesca industria en sí misma y ha desafiado a la UNESCO a proponer caminos para proteger la diversidad cultural e informativa.
En 2005 aprobó para ello la Convención sobre la Protección y Promoción de la Diversidad de Expresiones Culturales. La proclama destacó el valor cultural del signo antes que su cotización como mercancía en el mercado de la industria audiovisual pero no logró evitar la concentración y la circulación unidireccional de la cultura y la información. Desde su aprobación ha sido ratificada por 141 estados, entre ellos la Unión Europea y la Argentina. En 2015, un nuevo informe mundial reveló que la Convención no produjo los resultados esperados ante los avances corporativos del mercado. Según el documento Re|pensar las políticas culturales, presentado en la UNESCO en diciembre de 2015, el paisaje cultural está signado ahora por la “concentración del poder de los gigantes de la red, explosión de las redes sociales, una revolución digital que transforma las modalidades de producción y difusión de bienes culturales”.
La suma entonces de la concentración de los medios de comunicación conjuntamente con la convergencia de servicios en dispositivos tecnológicos de uso individual ha creado la tormenta perfecta que amenaza la información, la música, la identidad cultural local y regional.
Según informes recientes del sector fonográfico, la estrella absoluta del nuevo siglo: el streaming creció un impactante 82,6 por ciento, y alcanzó un récord de 250 mil millones de reproducciones solamente en los Estados Unidos[3]. Ya en 2015 el volumen de ventas digitales había superado a los discos y medios físicos en el acceso a contenidos en el mundo. Universal Music Group a la cabeza, seguido por Sony Music y Warner son los protagonistas del negocio. En el caso de la Argentina los mismos sellos, a los que se suma EMI-Odeon, encabezan los rankings de venta[4].
Nótese que los mismos sellos discográficos coinciden con las megaproductoras de films y de series de los Estados Unidos que también dominan el mercado de exhibición cinematográfica mundial -incluyendo el argentino- y, junto con los estudios Fox y Walt Disney, el de contenidos televisivos de ficción, deportes y noticias en plataformas lineales y a demanda.
El dominio corporativo necesita también capturar los dispositivos. La Unión Europea acusa a Google de abusar de la posición dominante de su sistema operativo Android para dispositivos móviles. Google dice que se han descargado más de 50.000 millones de aplicaciones en su sistema operativo, algunas tan populares como Spotify, WhatsApp, Angry Birds, Instagram o Snapchat, lo que demuestra a su juicio “lo fácil que es para los consumidores utilizar las aplicaciones que les gustan”.
Pero los reguladores antimonopolio de la Unión Europea dijeron que al pedir a los fabricantes de teléfonos móviles que preinstalen Google Search y el buscador Google Chrome, la firma estadounidense está negando a los consumidores una oferta más amplia de aplicaciones móviles y estancando la innovación. Europa inició una investigación en 2014, cuando comenzaron a circular los primeros rumores de acuerdos secretos entre fabricantes y Google, que obligaba a las compañías a incluir una carpeta en la vista inicial del teléfono con todas las aplicaciones de Google.
Google ya enfrenta acusaciones en la Unión Europea por la promoción de su servicio de compras en búsquedas en Internet a costa de sus rivales, en un caso que se arrastra desde fines de 2010.
En esa línea se inscribe también el debate europeo para enfrentar a Netflix, Amazon y los agregadores de contenidos Over The Top (OTT) que utilizan las plataformas digitales para vender servicios a los abonados de internet. Para ello proponen cuotas obligatorias de contenidos europeos, exhibición de películas locales en los catálogos de búsqueda y cobro de gravámenes para el fomento de las producciones nacionales.
Las dificultades que denuncian Europa, Canadá y otros países que no aceptan someter los bienes de la información y la cultura a los tratados de libre comercio o las reglas de la Organización Mundial de Comercio son las mismas que atraviesan el panorama en la Argentina y en América Latina en general. De hecho, el debate en la Argentina sobre la vigencia de los principios de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual -ahora cuestionados con el cambio gubernamental- nos remite en forma directa al vínculo entre los límites a la concentración mediática y las cuotas de contenido nacional, propio y local como ingredientes inseparables de las ideas de pluralismo informativo y diversidad cultural.
Cultura única versus Diversidad
En el balance realizado por la UNESCO a diez años de la Convención se describe al sector cultural dominado por los países industrializados y por un puñado de corporaciones que concentran el flujo de producción y circulación de series y películas. En la Argentina tanto la ley de Cine (24.377), como la de Protección y Promoción de las Industrias Culturales (25.750), la de aprobación de la Convención de la UNESCO (26.305) y la de servicios audiovisuales (26.522) que sostiene el Fondo de Fomento Cinematográfico, el Fondo Nacional del Teatro y el Instituto Nacional de la Música, conforman un conjunto articulado que constituye el pilar de una política pública de protección cultural, ahora amenazada por el intento desregulador del gobierno electo en 2015.Según UNESCO la concentración de poder por parte de los gigantes de la red fragiliza el acceso a una diversidad de opciones culturales. “A pesar de que las plataformas ofrecen una amplia gama de ofertas culturales, el hecho de que controlen no sólo las ventas, sino también la comunicación y los algoritmos de recomendación, genera un problema”, señala el Informe.
Mattelart describe este escenario como parte de una perspectiva geopolítica que incluye el intercambio simbólico en la gestación de un nuevo orden planetario: “El paradigma tecnoinformacional se ha convertido en el pivote de un proyecto geopolítico cuya función es la de garantizar la reordenación geoeconómica del planeta en torno a los valores de la democracia de mercado y en un mundo unipolar“.[5]
Según el balance, pueden contarse progresos en regiones que no son Europa y los Estados Unidos: de los 212.800 millones de dólares que representan las exportaciones mundiales de bienes culturales, el porcentaje de los países en vías de desarrollo representa un 46,7%, frente a un 25,6% en 2004. Pero este progreso espectacular se debe sobre todo a las exportaciones culturales de China e India, que compiten cada vez más con los países desarrollados y que logran apalancarse en sus populosos mercados internos. Sin esos países, la cuota de mercado de los países en vías de desarrollo (PVD) en las exportaciones mundiales de bienes culturales sólo ha aumentado un 5% entre 2004 y 2013.En su informe sobre la Sociedad del Conocimiento (2005), la UNESCO había llamado la atención para no confundir la hegemonía del modelo técnico científico (de los países centrales) respecto de la definición de conocimiento legítimo y productivo para el resto del mundo. Las sociedades emergentes “no pueden contentarse con ser meros componentes de una sociedad mundial de la información y tendrán que ser sociedades en las que se comparta el conocimiento, a fin de que sigan siendo propicias al desarrollo del ser humano y de la vida. Si nos referimos a sociedades en plural, es porque reconocemos la necesidad de una diversidad asumida”[6] dice el informe.
Entre otras consecuencias, estas tendencias impactan de manera negativa en la diversidad lingüística: el 80% de los contenidos emplea menos de 8 de las más de 5 mil lenguas existentes en el planeta, aunque claramente el inglés funciona como “lengua pivote” del mercado.
La Unión Europea se reservó el 51% para sus propias producciones como parte de un movimiento defensivo que se plasmó en la Directiva Europea de Televisión sin Fronteras (1989) para preservar el espacio común audiovisual del viejo continente. La Directiva sufrió desde entonces numerosas actualizaciones, aunque permanecieron sumergidos en el debate los alcances finales de la idea de excepción cultural, tironeada por Francia de un lado y los librecambistas por otro.
Se trata, de un histórico conflicto entre excepcionistas y librecambistas que atraviesa el debate cultural en los acuerdos de libre comercio, donde Francia y otros países rechazaron la presión norteamericana para liberar la circulación de bienes y servicios culturales como simple intercambio de mercado.
Claramente, los Estados Unidos encabezaron la propuesta de liberalizar el intercambio de productos culturales, apoyados en la supremacía en la gestión de redes, las corporaciones tecnológicas, las megaproducciones de Hollywood y la emergencia de nuevas plataformas (Netflix, Amazon, Hulu, etc.) que llegan al usuario final sin pasar por aduanas ni declarar porcentajes de componentes extranjeros en la producción. Desde la Ronda Uruguay del GATT (1993), donde 117 países acordaron la mayor liberalización comercial de la historia, se debate sin soluciones claras la idea de la “excepción cultural”.
En diciembre de 2003 la Comisión Europea aprobó una Comunicación sobre el futuro de la política reguladora europea en el sector audiovisual, en la que se subrayó que la política de regulación del sector debe proteger determinados intereses públicos, como la diversidad cultural, el derecho a la información, el pluralismo de los medios de comunicación, la protección de los menores y la protección de los consumidores, así como las medidas a adoptar para aumentar el nivel de conocimiento y de formación del público en materia de medios de comunicación.
En 2010, la Unión Europea exhortó a que los contenidos sean protegidos de las reglas de libre comercio “considerando tan solo su impacto social e independientemente de su plataforma de transmisión”. La diversidad cultural no puede entonces (no debería) depender solo de la posibilidad de descarga de contenidos a la carta desde cualquier lugar del mundo sin reglas de protección de la producción propia y local.
Ahora la discusión pasa por el establecimiento de cuotas audiovisuales europeas en la oferta de contenidos fílmicos y televisivos de los agregadores de contenidos en red (OTT) que se comercializan en Europa. La Comisión Europea presentó a mediados de 2016 una modificación a la Directiva de Servicios de Medios Audiovisuales que propone establecer una cuota del 20% de contenido europeo para operadores de nube y servicios de video bajo demanda. La iniciativa, que aún debe ser aprobada por el Parlamento Europeo, se enmarca en la estrategia del Mercado Único Digital.
Otro de los aspectos que incluye la modificación de la normativa es garantizar reguladores independientes de los gobiernos y de la industria. A través del Grupo de Reguladores Europeos (ORECE), compuesto por 28 agencias regulatorias audiovisuales, diseñarían estrategias de co-regulación para establecer códigos de conducta y asesorarían a la Comisión Europea para el establecimiento de reglas.
En España, la ley de comunicación audiovisual de 2010 ya permite imponer a Netflix o plataformas similares una cuota por encima del 20% proyectado en la nueva directiva comunitaria. En concreto, la normativa establece que “los prestadores de un catálogo de programas deben reservar a obras europeas el 30% del catálogo”. De esa reserva, “la mitad lo será en alguna de las lenguas oficiales de España”, agrega. La ley española exige también ya ahora a los “prestadores de un catálogo de programas” contribuir con el 5% de sus ingresos del año anterior a la financiación anticipada de películas, series para televisión o documentales.
En uno de los países que más han impulsado políticas de fomento a la diversidad cultural, como Canadá, el ente regulador (CBC) pidió la aplicación de un impuesto a Netflix para “subsidiar la producción de programación local”, amenazada por la tienda virtual de contenidos de la corporación norteamericana.
Netflix informó al término del segundo trimestre de 2016, que sus productos han entrado en un total de 190 países, que sus suscriptores superan los 50 millones y que la facturación del segundo trimestre del año se ubica en U$S 1.340 millones de los que una cuarta parte -más de U$S 300 millones- provienen de fuera de los Estados Unidos. Según Reed Hastings, cofundador y jefe ejecutivo de la plataforma, “ha nacido una nueva red mundial de televisión”. Esta nueva “red televisiva global”, sumada al abrumador impacto de la filmografía norteamericana en el mercado cinematográfico (y televisivo) global, juntamente con el dominio de los motores de búsqueda de contenidos y aplicativos de uso social constituyen los resortes centrales de una tecnoeconomía que organiza las relaciones planetarias.
Ahora también You Tube acaba de lanzar su sistema de suscripción a contenidos exclusivos, incluyendo contenidos a la carta y programación en vivo por U$S 35 mensuales.
América latina en la encrucijada de la cultura digital
Las políticas públicas en materia de cultura y audiovisual se debaten en la región sur del continente entre la protección de los contenidos locales y la restauración de las tesis del neoliberalismo. Esa tensión atraviesa el escenario argentino y latinoamericano.
América latina creó en la primera década del siglo XXI un conjunto de iniciativas que alimentaron la esperanza de una “conexión constructiva” regional cimentada en leyes, reformas constitucionales y marcos regulatorios que auspiciaron la producción de contenidos nacionales. La Argentina, Brasil, México, Uruguay, Ecuador, Venezuela, Bolivia, en distintos grados y medidas buscaron en su ADN cultural los signos que permitieran recuperar historias y patrimonio regional.
El informe de UNESCO estableció, en forma destacada una vinculación directa entre la adopción en la Argentina de la ley 26.522 de Servicios de Comunicación Audiovisual y el incremento registrado de contenidos nacionales en las televisoras locales. Textualmente dice el informe: “En Argentina, la ley de 2009 de servicios de comunicación audiovisual permitió hacer progresar los contenidos locales en los canales del país en un 28%.”
No se explican esos resultados sin las cuotas previstas de contenido nacional (60%), local (15 a 30%), propio (30%) e independiente (10 a 30%)[7] en las señales televisivas de la Argentina, así como la promoción de prestadores diversos y el estímulo a una industria de productos culturales que se acercó al 3% del PBI en 2014.[8] También el desarrollo de medios públicos provinciales y universitarios, así como la creación específica de fondos de fomento al sector cinematográfico y audiovisual, mediante las imposiciones previstas en el artículo 97 de la citada norma.
Los avances regulatorios logrados con la ley de Servicios de Comunicación Audiovisual permitieron establecer pautas para reconsiderar las hegemonías multimediáticas sobre la producción, distribución y circulación de informaciones y contenidos culturales, como parte de una problemática política más amplia. Sin embargo, esa normativa que nació como un reclamo con la movilización social en 2004, no logró incluir el impacto de los servicios convergentes de telecomunicaciones y radiodifusión en sus límites de concentración de mercado y propiedad cruzada.
En diciembre de 2014 la Argentina sancionó una ley para regular el mundo digital. La norma reemplazó un viejo decreto originado más de 40 años atrás. En esas décadas la Argentina padeció consecutivamente el Terrorismo de Estado (1976-1983) y el descalabro de la década neoliberal (1989-2001) que coincidieron en silenciar voces, desmantelar el Estado y entregar las telecomunicaciones al mercado y las corporaciones extranjeras. Sin embargo, la nueva norma renunció a regular contenidos a la hora en que las redes distribuyen productos televisivos.
La ley 27.078 (Argentina Digital) pudo ser un paso adelante en tanto declaró la infraestructura de acceso a las TIC´s como un servicio público que debe administrarse anteponiendo el derecho humano a la comunicación. La norma, sin embargo, dejó fórmulas poco estrictas para frenar las posiciones de hegemonía en las plataformas de telefonía e internet y posibilitó la gestión de medios audiovisuales por parte de prestadores de telecomunicaciones.
A fines de 2015, el cambio gubernamental volvió a someter las políticas audiovisuales, de gestión y acceso a tecnologías de la información a las matrices de inspiración liberal. Un regreso al laissez faire en la economía que deja a la intemperie el conglomerado audiovisual nacional y su perspectiva de articulación con la digitalización televisiva y los contenidos por internet.
Sucesivos decretos convirtieron los televisores de 8 millones de argentinos en simples terminales de telecomunicaciones, despojadas de regulaciones de compromiso en cuanto a contenidos, origen de la producción y obligaciones de competencia por mejores servicios o de producción de noticieros locales. Los cuestionamientos jurídicos a las posiciones dominantes en los mercados audiovisuales quedaron sin efecto y en nombre de la convergencia tecnológica se alienta la concentración entre un par de corporaciones telefónicas internacionales y el principal multimedio local.
A la vista de la “revolución” que se proclama desde las redes y la televisión mundial no lineal está claro que nuevos debates atraviesan la cuestión del salvataje identitario de regiones enteras del planeta. Las herramientas que nacieron hace pocos años están ahora amenazadas por nuevas ráfagas de neoliberalismo y el despliegue de de un sincretismo tecnológico que borra las fronteras de acceso a contenidos.
El debate sobre la regulación atraviesa ahora múltiples escenarios; no sólo el del origen o las plataformas de producción, sino también la propiedad cruzada, los algoritmos de búsqueda y selección o la cuota de mercado que permita establecer opciones de competencia y que prevenga posiciones de dominancia.
A pesar de los parámetros regulatorios y de fomento al contenido nacional en 2016 el cine argentino terminó con 7,3 millones de espectadores y 14,5% de cuota de mercado sobre 50,5 millones de espectadores, según cifras difundidas por el INCAA. Los títulos exhibidos bajo la firma Disney totalizaron el 34,6 del mercado y el 98 por ciento de los estrenos se realizaron bajo la bandera de barras y estrellas. En el nivel global Disney facturó solamente en 2016 unos 7.000 millones de dólares por sus películas, en las que sobresale la animación computarizada.
La estandarización y la homogeneidad productiva; la sinergia empresarial entre creación autoral, producción, distribución y comercialización (una cadena que ahora se integra desde el algoritmo que sondea las audiencias para conducir los guiones) no solo centralizan la factoría productiva en pocas empresas situadas con sede económica en los Estados Unidos, sino que formatean el consumo. Aplanan las tonalidades argumentales en fórmulas narrativas y secuencias discursivas; reducen y neutralizan los matices lingüísticos y promueven un relato único que demoniza y deifica personajes y territorios.
Está en juego la trama que compone nuestra identidad y pertenencia. Las nuevas representaciones digitales son, al igual que la lengua, un campo de batalla donde los signos disputan el sentido y donde las convenciones simbólicas permiten el reconocimiento de una identidad. Y también un territorio en disputa para que nuestros ciudadanos tengan voz y voto real en la elección de su futuro imaginado.Es clara la necesidad de pensar la soberanía también en términos de la diferencia cultural que nos hace ser lo que somos y de la gestión autónoma de los dispositivos tecno-mediáticos que son la forma dominante de reproducción y producción de los símbolos que permiten que nos reconozcamos puesto que la Nación, como aparato político y simbólico, tiene una dimensión temporal en permanente movimiento. En esto, no será una diferencia de segundo grado que podamos asumir el desafío del reconocimiento desde una pertenencia barrial, regional y sudamericana o que la limitemos a las fronteras simbólicas trazadas por las representaciones del mercado de la comunicación.
[1] Mac Bride, Sean y otros. “Un solo mundo, voces múltiples”, UNESCO 1980.
[2] [2] Lipovetsky Giles y Serroy, Jean. La cultura-mundo. Respuesta a una sociedad desorientada. Anagrama. 2010.
[4] Sinca 2012. Ministerio de Cultura. Elaboración propia en base a datos de CAPIF (Cámara Argentina de Productores de la Industria Fonográfica)
[5] Mattelart, A. (2007). Historia de la sociedad de la información. Barcelona: Paidós
[6] UNESCO, Hacia las sociedades del conocimiento. Publicado en 2005 por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura.
[7] Ver artículo 65 de la ley 26.522 de Servicios de Comunicación Audiovisual. (2009)
[8] Sistema de Información Cultural de la Argentina (SinCA) 2015. Ministerio de Cultura de Nación, Bs. As.
* Especialista en Educación, Lenguajes y Medios. Periodista. Docente de Derecho de la Comunicación y la Información (UNDAV/UNM).