…aunque eso no signifique mucho.
A la profesora Beatriz Maggi su alumnado de la otrora Escuela de Letras y de Arte de la Universidad de La Habana la recuerda y la recordará por la altura de su desempeño, incluidas no pocas singularidades. La menos relevante no sería la que le permitió ser, a su modo, continuadora del Félix Varela que nos enseñó la importancia de pensar: ella enseñaba, o aún enseña, a leer, acto que en su caso debe entenderse como leer no de cualquier manera, sino pensando y calando, desentrañando. Era también posible oírle franquezas como esta: “Ustedes se están preparando para ser intelectuales. Pero no crean que intelectual es sinónimo de inteligente”.
La clasificación de intelectual —ni título nobiliario ni necesariamente aspiración que convertirla en cuestión de vida o muerte— concierne a una forma determinada de ocupación, de trabajo, y no se limita al sector que estrechamente suele denominarse, y autodenominarse, de la cultura. Esta ni empieza ni termina en lo literario: asociada al cultivo y, por tanto, al quehacer agrícola, abarca un área vasta y heterogénea, la obra toda de los seres humanos, ni remotamente solo lo hecho o atendido por la intelectualidad.
Fuera de los intelectuales quedan, también por convención, quienes califican como trabajadores manuales, aunque para trabajar estos necesiten igualmente de la cabeza y no solo de las manos, y no sean los únicos en usar estas últimas. Ello se aprecia con relativa facilidad —pudiera hasta ser un ejemplo manido— si se piensa en los intelectuales de la Medicina que ejercen la cirugía y tienen en ellas un recurso básico, sean cuales sean los equipos que empleen y el grado de complejidad tecnológica de estos.
Entre otros, un maestro de escuela y un profesor universitario, un ingeniero en una disciplina o en otra, un escritor, un pensador, un graduado de Filosofía —lo que no basta para ser filósofo, título que actualmente se prodiga y ostenta con pasmosa facilidad—, un político verdadero, un sociólogo, un médico de la especialidad que sea… en fin, científicos de todas las áreas, son intelectuales. ¡Ah!, si además son inteligentes, mucho mejor, y aún más si son buenos seres humanos, virtudes no exclusivas de un sector determinado.
También es intelectual un periodista, aunque voces provenientes de lo que suele llamarse “la Academia” reclamen que la prensa dé más cabida en ella “a los intelectuales”. Ni siquiera parece necesario que alguien proclamado académico —también cuestión de clasificaciones, un vocablo que tiene raíz en clase— sepa escribir bien, no digamos ya que lo haga con elegancia, para que, además de levantar un hombro, ladear la cabeza y autodeclararse intelectual, menosprecie quizás a quienes ejercen el periodismo. Pero ciertamente, aunque no esté libre de prejuicios deplorables —no siempre al margen de factores objetivos que les den asidero—, el aludido reclamo no sale del aire.
Es cierto que demandar mayor presencia de intelectuales como autores en la prensa cubana pudiera asociarse al peso predominante que en ella se ha dado a los periodistas de plantilla. Ello se vincula con la mengua de la participación de profesionales que no son parte de esa plantilla y, por tanto, pudieran acaso estar menos cautivados por la prolongación de males como el secretismo, que puede prosperar sustentablemente con la obediencia laboral.
En el ámbito internacional la banalización del periodismo la nutren hechos como el remplazo de la información seria por noticias falsas y por el morbo —que también empobrece el conocimiento y el espíritu— de las llamadas noticias del corazón, la crónica roja y el cotilleo. Pero, si es cuestión de menospreciar el oficio periodístico, miserias tales no campean en Cuba. Nadie pondrá en duda la vocación de seriedad de la prensa en este país, donde, sin embargo, causan estragos los déficits que ella tiene, en parte al menos porque el bendito afán de responsabilidad ha conducido a otros males, como alguna grisura y el mencionado secretismo, que parece en camino de tornarse crónico, si no lo es ya.
De semejante mal huelga citar ejemplos, dadas las frecuentes y rotundas críticas, o denuncias, que han hecho de él los más altos foros del mismo sector periodístico y varios de los mayores representantes de la dirección política del país. De lo enraizado que está dicho mal habla, en los hechos, lo lejos que tales y tan justas arremetidas lanzadas contra él están de haber conseguido los frutos deseados y necesarios.
Aunque siempre los haya guiado la buena fe, no poca responsabilidad cabe en ello también a quienes en la prensa ocupan el lugar del soldado raso: siquiera sea por no haber llevado hasta las últimas consecuencias su enfrentamiento al secretismo, del cual últimamente, ¡preocupante señal!, parece que ya ni se habla. Pero, si pudiera ser cómodo echarles encima el alud de reproches por las deficiencias del sector, harto injusto, o más, sería hacerlo.
Por ahí habrá algún periodista honrado e inteligente, y con relevantes responsabilidades en su currículo, que tal vez aún esté esperando por la autorización que en su momento pidió para escribir sobre determinados sucesos. Cabe citar los que a inicios de 2010 empañaron el Hospital Siquiátrico de La Habana (Mazorra), tan contrarios objetivamente a la Revolución que transformó de raíz, con esencial sentido humano y con la admiración de incontables personas honradas del mundo, el infierno que aquel centro fue antes de 1959.
El silencio de la prensa nacional facilitó a otros hacer carrera con el tema, lo que puede haber irritado a algunas personas e instituciones del país. Pero, que se sepa, nadie ha pagado por el mutismo que primó, roto oficialmente por dos escuetas notas: una a raíz de la tragedia; otra sobre las sanciones, meses después, a quienes se estimaron sus mayores responsables. No hubo ni un reportaje como el que ella exigía —lo merecía la nación ofendida— para educar sobre la necesidad de impedir que se repitiera algo semejante.
Pero, por mucho que se haya enraizado —y el secretismo no es una excepción—, ningún mal debe estimarse inextinguible, ni lo es, menos aún si lo enfrentan trabajadores y trabajadoras convencidos de la necesidad de combatirlo, y que para ello estén decididos a poner en tensión la debida energía revolucionaria. Eso, nadie lo dude, también entraña riesgos, no solamente el de equivocarse, pues no se trata de un conflicto entre ángeles. Pero las fuerzas para oponerse a lo que debe ser enfrentado, y cambiar lo que debe cambiarse, menguan si los primeros en devaluar el periodismo, aunque sea de manera inconsciente, fueran quienes lo ejercen.
No es infrecuente en el ámbito de la prensa misma oír o leer que alguien es —dicotomía no forzosamente infundada, pero discutible— periodista y escritor. Se sabe que hay límites, particularidades individuales, pero el desiderátum brújula debería estribar en que, quien opte por cumplir la misión periodística, tenga o se proponga alcanzar el necesario dominio del idioma, aunque solamente cultive géneros propios de esa misión.
En otras zonas del mundo en las cuales lo fictivo goza de particular prestigio como centro del hecho literario, también abundan ejemplos señeros del manejo artístico de los llamados géneros ancilares: oratoria, ensayo, testimonio, los característicos del periodismo —como la crónica—, el epistolar… Pero en nuestra América estos han sido fundamentales.
Piénsese no más en Cuba, donde José Martí, Julián del Casal, Rubén Martínez Villena, José Lezama Lima, Juan Marinello, Alejo Carpentier, Nicolás Guillén, Mirta Aguirre —y tantos otros casos que han sido altos cultores asimismo de vertientes expresivas como la poesía y la narrativa, asociadas por excelencia al universo de la ficción— han sido y son ejemplos que ilustran con sus obras el desiderátum antes mencionado, y estimulan su cumplimiento. Ante ellos resulta ostensible el frecuente sentido pleonástico de una expresión como escritor y periodista, o viceversa.
La noción de la supuesta inferioridad del oficio periodístico asoma asimismo en el afán que, al parecer, algunos de sus representantes ponen en literaturizar sus textos, cuando la literatura es la primera en no soportar que la literaturicen, como si fuera necesario, digamos, “poetizar la poesía”. Cada género, es decir, cada función expresiva, tiene su camino y sus maneras se realizarse. No hay por qué forzarlo a nada, sino darle lo que reclama y necesita para ser eficiente y bello, artístico incluso, si quien lo cultiva es capaz de lograrlo. Otra inclinación que cabría comentar en este punto, pero requiere tratamiento aparte —probablemente lo tenga en un próximo artículo—, es la de confundir, a veces en grados patéticos, periodismo personal y derroche del uso del yo, aunque en el fondo no se diga nada que pueda tenerse por personal de veras.
Aunque sea involuntaria, la marginación del periodista puede subrayarse si en una publicación las aportaciones se dividen en bandos diferentes: de un lado, las de “intelectuales y artistas”; del otro, las de “periodistas”, sin más. Pero el título no debió haber sido “Periodistas relatan”, sino “Nuestros periodistas relatan”, porque la sección reunió artículos de profesionales —alguno, si no algunos de ellos, miembro a la vez de la Unión de Escritores y Artistas y de la Unión de Periodistas— que integran o integraron el equipo de la publicación y para ella escribieron los textos. Si se buscaba que dicha sección honrase no solo a la revista, sino al gremio periodístico todo, no fue eso lo que se logró al separar tajantemente a este de la intelectualidad nacional, como si no fuera parte de ella.
Quienes tengan responsabilidad profesional en el uso del idioma —máxime si esa responsabilidad radica en guiar y hacer realidad una publicación llamada a influir de alguna (buena) manera en el público lector— no deben considerar que la sensibilidad lingüística es un lujo, manía de exquisitos, sino lo que es: un recurso fundamental para el trabajo, un compromiso que ha de cumplirse para poder decir lo que se debe y como debe decirse. Si se carece de ese recurso, será necesario tratar de conseguirlo, o procurarse la inteligencia y la modestia (que es también sabiduría) necesarias para hacerse asesorar, aun en medio de la prisa a la cual suele obligar el periodismo, aún más en un diario que en una publicación de frecuencia más holgada.
Otras muchas cosas pudieran decirse sobre un tema que no es cuestión de tiquismiquis ni coquetería de salón. Resulta inaceptable el flaco servicio que hace a la prensa, y al país, el deficiente conocimiento del léxico por parte de quienes tienen el deber de expresarse públicamente por escrito o de forma oral. Para contribuir a la formación del público impreparado se requiere un buen uso del lenguaje, y el preparado no confiará en quien le diga —va una joya— que “la consagración al trabajo y la eficiencia de un colectivo laboral dieron al traste con altos resultados productivos”; o que —vaya otra— “tal equipo deportivo goza de favoritismo”; o —una más, aunque sin afán de exhaustividad— que “la crisis humanitaria está causando graves estragos en determinado país”.
Quien quiera hacerse leer u oír por otras personas, sea consciente del alto grado de responsabilidad que contrae con ello, y sepa que las pifias que cometa van contra su propia credibilidad y contra la del órgano o medio de comunicación en que se desempeña. Sea una televisora cubana o de otra nación, como Telesur —que, de no existir, habría que inventarla—, un programa para la infancia o la Mesa Redonda, o un espacio deportivo, el profesional del sector tiene el deber, o la obligación, de conocer bien lo que dice.
Ello incluye saber que dar al traste con significa echar a perder o destruir algo, y que favoritismo no es ventaja, fuerza propia con que se cuenta para ganar una competencia, sino favor inmoral, mientras que humanitario no califica todo lo relativo a seres humanos, sino solamente lo que les hace bien. Esto último no puede decirse ni de una crisis, ni de un desastre natural ni, menos aún, de un bombardeo de la OTAN, cuyos voceros han manipulado a sus anchas aquel calificativo para justificar asesinatos cometidos por fuerzas de la agresiva organización militar en distintas partes del mundo.
En la prensa y los medios de comunicación en general, para no hablar de otros ámbitos, cuidar el idioma, practicar su buen uso, es, además de una expresión de respeto al público, y de autorrespeto, una manera de no desprestigiar al sector periodístico. Y ello atañe a todo el que —como soldado de filas, o como dirigente a quien se le ha confiado velar por la calidad integral del trabajo— desempeña funciones informativas. Ser falible —como todo ser humano es— no autoriza a sentirse con derecho a trabajar mal. Por el contrario, llama a poner alto sentido de responsabilidad y digna pasión en lo que se hace.