En febrero de 2015, el presidente estadounidense Barack Obama presentó su Segunda Estrategia Nacional, cinco años después de la primera, en su intención de avanzar hacia un nuevo orden mundial, en medio de la grave crisis estratégica que vive. Este documento oficial contiene un gran peso en el factor psicológico y de su política informativa-desinformativa.
Cinco años atrás, EE.UU. era un imperio fallido: venía con el lastre de otras dos guerras perdidas (Irán y Afganistán), la recesión, un desempleo más allá del 10% y un déficit de un billón de dólares. Los informantes de Washington quieren presentar ahora a un país que retiró (oficialmente) tropas de Irán y Afganistán, potenciado, con un déficit reducido, cifras macroeconómicas alentadoras y con un desempleo anclado en el 5,5% de la población económicamente activa.
Pero lo cierto es que lo que hace esta nueva estrategia es reafirmar la centralidad de EE.UU. como nación Indispensable frente a las “amenazas mundiales. Ya intentó Washington avanzar en el límite industrial ruso, en Ucrania, mientras apoyaba al califato islámico. Como colofón, la realidad lo ha llevado a tener que negociar con Irán. El nuevo documento habla de la “agresión rusa”, que muestra el fracaso de lo planificado en la estrategia de 2010, cuando se hablaba de la cooperación con Rusia.
Fuera de lo esperado fue la aparición en escena de Francisco, un papa latinoamericano y partidario del multilateralismo, la llegada del gobierno de izquierda de Alexis Tsipras en Grecia, apoyado por Rusia, y la posibilidad de una geopolítica dominó empezando por España. En el nuevo documento, China vuelve a estar en esa extraña bipolaridad cooperación- competición. Para evitar una confrontación, quiere valerse de la India, en una política de contención.
En esta visión multidimensional de la seguridad, el documento expresa la obsesión de no perder en ningún campo de acción, y en especial en el campo cibernético, señala el analista Miguel Barrios. Un tema que preocupa es el apoyo que la Estrategia le brinda a la doctrina creada por el ex secretario general de la ONU, Kofi Annan, sobre la “responsabilidad de proteger”, lo que significa intervenir en cualquier lugar del mundo bajo la excusa de causas humanitarias y de defensa de los derechos humanos.
Obviamente, la naturaleza de la guerra en el siglo XXI ha cambiado y ahora se combate con armas psicológicas, sociales, económicas y políticas, con el fin de derrocar gobiernos no cipayos, mediante lo que se conoce como golpes suaves, es decir, desde el debilitamiento gubernamental hasta la fractura institucional.
Las denominadas guarimbas, en Venezuela, en realidad terrorismo urbano paramilitar financiado desde afuera, el crimen organizado y su exportación, el espionaje electrónico, una campaña “moral” de criminalización del Partido de los Trabajadores en Brasil, el auge de los fondos buitre y una campaña difamatoria contra la Argentina, obliga a Latinoamérica a contar con un pensamiento estratégico a la altura del siglo XXI, a distinguir el largo plazo de la inmediatez electoral, y convencerse de la necesidad de consolidar la Patria Grande.
La Cumbre pasó y las bases siguen Pasada la Cumbre de las Américas sin documento final, que giró en torno de la relación bilateral Estados Unidos-Cuba y la absurda “orden ejecutiva” emitida por la Casa Blanca en contra de Venezuela, en la agenda continental quedan cuestiones que no han sido dilucidadas, como el cierre de más de ocho decenas de bases militares que Estados Unidos tiene en América Latina. De ellas, una treintena están en América del Sur, la mayoría en Perú.
En Panamá resaltó la franqueza de Raúl Castro, Rafael Correa, Evo Morales y Cristina Fernández, que recuperaron la memoria histórica y denunciaron el saqueo practicado por EE.UU. en la región, la permanente desestabilización de gobiernos democráticos y populares y la incoherencia de Washington, que demoniza a gobiernos latinoamericanos por sus supuestos déficits democráticos, mientras convalida las bárbaras teocracias del Golfo pérsico-arábigo.
Para Estados Unidos, la Cumbre también cumplió sus objetivos: de cara a sus controversias con China y Rusia, el encuentro Obama-Castro creó la imagen de normalización en la región y el hito que marcaba el fin de la guerra fría, cuando ya sus leyes más anticubanas (la Torricelli de 1992, la Helmes Burton Act de 1996, las de Clinton de 1999) son posteriores al fin de la guerra fría. Querían
ocultar, que el bloqueo a pueblo cubano y el decreto antivenezolano son continuidad de agresiones de más casi dos siglos contra América Latina. Con esta Cumbre quisieron imponer el imaginario que con ella se reiniciaban las relaciones dentro del panamericanismo made in USA, cuando en realidad hay dos bloques que se relacionan; uno, autónomo (Celac, Unasur, Alba), y otro, agresivo e injerencista (Alianza del Pacífico), que coexisten.
Poco antes de la séptima Cumbre de las Américas, el secretario general de Unasur, el colombiano Ernesto Samper, dejó en claro que estas bases son un resabio de la Guerra Fría en una región de paz y sin armas nucleares.
Samper condenó la política exterior de Washington hacia América latina y dijo que “un país (EE.UU.) que no ha ingresado al sistema interamericano (de Derechos Humanos) se reserve el derecho a hacer juicios” sobre otras naciones sobernas.
La presencia de estas bases es sin duda un enorme riesgo para el futuro soberano de nuestras naciones. El ejército más poderoso del mundo esté al acecho de nuestras riquezas y recursos naturales, monitoreando nuestros gobiernos, fuerzas armadas y movimientos sociales, y obstaculizando la construcción de un futuro común.