Para los latinoamericanos la búsqueda de un destino común, vía la integración, tiene ya un largo camino. Por supuesto que muy lejos debemos ubicarnos hoy del Tratado de Tordesillas (1479) que dividió el océano Atlántico por una línea desde el polo norte hasta el polo sur, 370 leguas al oeste de las islas de Cabo Verde.
Tal línea dejó el hemisferio oriental para la Corona de Portugal y el hemisferio occidental para la Corona de Castilla. Así los reyes Católicos y el rey Juan II de Portugal se pusieron de acuerdo sobre los territorios que podía conquistar cada reino, lo cual determinó la configuración de América del Sur.
Mucha agua ha corrido desde esa época bajo el puente o más bien sobre los océanos de nuestras dos orillas, en toda nuestra América bioceánica.
Hace 61 años (1960), el primer proyecto integracionista latinoamericano se propuso asegurar un mejor nivel de vida de la población y nació con la firma del Tratado de Montevideo (TM60), que creó la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC),
Su objetivo fue alcanzar una mayor integración económica entre los siete países fundadores, Argentina, Brasil, Chile, México, Paraguay, Perú y Uruguay, a los que posteriormente se unieron Colombia, Ecuador, Bolivia y Venezuela.
El 12 de agosto de 1980 los gobiernos de los once países de la ALALC suscribieron el Tratado de Montevideo 1980 (TM80), instrumento que dotó al proceso de nuevos mecanismos integracionistas.
El 26 de agosto de 1999 se perfeccionó la primera adhesión al Tratado de Montevideo 1980, con la incorporación de Cuba, Panamá se sumó en febrero del 2012 y ahora el camino está abierto para que Nicaragua sea el socio número 14.
El nuevo desafío es la incorporación a la Asociación Latinoamericana de Integración (ALADI), nuevo nombre de la ALAC, de Costa Rica, El Salvador y Guatemala, entre otros países, para ampliar la ALADI hacia Centroamérica y el Caribe.
“Una cosa fue la ALALC en los sesenta, influenciada por el pensamiento de la CEPAL —es decir no era un pensamiento liberal, sino desarrollista— donde planteaba que a los modelos de desarrollo nacionales, que debían ser modelos industriales y modelos diversificados para evitar las dificultades y las injusticias en los términos del intercambio comercial, nosotros teníamos que agregarle una integración de nuestras economías y nuestros mercados para que América Latina dejara de ser un continente periférico y marginal o dependiente y pudiera ser un actor económico importante. El principio de este siglo retoman desde otra perspectiva mucha fuerza los planteos de integración regional como complementarios, como un instrumento al desarrollo político, económico y social de nuestros países. Sabemos que la integración no puede ‘mercantilizarse’, sabemos que no puede estar solamente como integración de mercados, que es importante cuando le sirve al bienestar de nuestros pueblos. Pero también sabemos que la integración de nuestras economías es fundamental para ser menos vulnerables a las oscilaciones de un capitalismo y de una globalización absolutamente incierta e inequitativa y desigual” (Álvarez, Carlos, Secretario General de la ALADI/XVII Consejo de Ministros/Agosto 2014).
En el siglo XXI tenemos también nuevos esfuerzos de integración.
Los primeros esfuerzos con una orientación de ruptura con la integración pro Washington se produjeron tras el cambio de correlación de fuerzas en la región por la primera oleada de gobiernos progresistas.
En ese marco, en el 2004 se crea la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América-Tratado de Comercio de los Pueblos (ALBA-TCP); en el 2008, la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) que reorienta a la Comunidad Suramericana de Naciones creada cuatro años antes; y en 2011, la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC).
La tendencia a una integración tutelada por Estados Unidos responde con la Alianza del Pacífico en 2011, y en 2019, en el marco de una nueva correlación de fuerzas en el subcontinente, los gobiernos de derecha denuncian a Unasur y crean el Foro para el Progreso de América del Sur (Prosur).
Se convierte así en una urgencia de primer orden para la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), establecer el diálogo con los distintos mecanismos y espacios de integración subregional a fin de consensuar una agenda económica y social de emergencia para la región, de carácter social, popular y sostenible.
CELAC social, CELAC con color de pueblo
El gran déficit hasta ahora por parte de la CELAC es la ausencia de la participación e interlocución con los movimientos sociales y pueblos de Nuestra América, un tema que debe ser prioritario. La CELAC social es también una manera de dar sostenibilidad a la CELAC.
Hoja de Ruta de la Integración
Un desafío central en el 2021-2030 para impedir que la fragmentación se anteponga a la convergencia y la integración, consiste en lograr un entendimiento que haga posible y viable una “hoja de ruta de la integración” que oriente la ampliación del proceso de la integración latinoamericana y su profundización, basada en acciones multilaterales que prioricen la convergencia regional como una fortaleza. Ello hace posible nuestra mirada actual y de futuro en CELAC.
De ALADI a CELAC, hay un destino común que por supuesto debe apelar al pensamiento estratégico. Luego de más de seis décadas y media, se apeló a la necesidad de la creatividad; la realidad ya no tolera procesos rígidos, sino flexibles.
La integración no es el punto de partida sino el de llegada. Debemos proponernos firmemente renovar el impulso integrador, desde los propios actores sociales.
Por ello, la integración regional no puede ser una posibilidad de expansión de mercados y de negocios privados, importante para ampliar y diversificar nuestra producción, sin alcanzar economías de escala, generar empleos, mejorar ingresos, competitividad, entre otros logros.
Ello implica entender el proceso integracionista como la sumatoria de esfuerzos que conduzcan a un modo de inserción internacional más balanceado y equitativo, que sea una herramienta esencial para contribuir con la inclusión social y el bienestar de las mayorías, la expansión del comercio intrarregional (que es actualmente menor del 20%) y proponer el incremento del crecimiento económico y el desarrollo humano con equidad y calidad de vida de los latinoamericanos como prioridad.
Debemos por ello poner por delante lo que nos une pero no debemos olvidar nunca que aun en esta región biocéanica y excepcional, el hambre, la miseria y el desempleo siguen caminando de la mano y ello nos lleva al planteamiento de una CELAC Social, con la voz de todos.
En este sentido, creemos que es preciso fortalecer la unidad en la diversidad, superar el déficit de integración, el superávit de mecanismos y de organismos y afirmar el desafío de integrarnos en un destino común. CELAC debe ser hoy una alternativa impulsada también desde la sociedad civil.
Ello implica decisión política para hacer de CELAC un organismo con Secretaría Ejecutiva y contar como contraparte con una fuerte CELAC social. En este marco, el Grupo de Puebla (GP), reunido recientemente en México, promueve un nuevo modelo solidario.
En ese contexto, es imperativo recalcar que la región no puede regresar al modelo previo a la pandemia, especialmente porque el modelo imperante anterior ya presentaba problemas estructurales muy serios que deben ser corregidos como parte de la recuperación. Se necesita una nueva carta de navegación y un renovado modelo de desarrollo.
El Grupo de Puebla pretende que esa nueva hoja de ruta sea el modelo solidario de desarrollo con seis ejes articuladores: i) la búsqueda de la igualdad como valor central del desarrollo y la reducción de las asimetrías globales; ii) la búsqueda del valor; iii) una nueva política económica, diversificada y basada en la incorporación del conocimiento; iv) la transición ecológica; v) una nueva institucionalidad democrática y vi) la integración regional.
La pandemia nos dejó la difícil tarea de reconstruir, en los próximos diez años, el tejido social cuyo deterioro nos devolvió a los niveles de pobreza que teníamos hace 12 o 15 años. Ya pagamos la primera cuenta: en junio de 2021, la región mostraba el 32% de los fallecidos por el COVID 19 en el mundo, a pesar de representar el 8,4% de la población (CEPAL, 2021).
Con suerte, recuperaremos en una década lo que habíamos construido en materia de empleo, escolaridad, salud pública, vivienda y provisión de alimentos en lo que va del siglo. Además, tendremos que redoblar esfuerzos para reducir las brechas que hoy nos caracterizan como la región más desigual del planeta, las cuales, sumadas, conforman una profunda grieta social en la que convergen diferencias abiertas de género, campo-ciudad, salarios, alimentos, étnicas y digitales.
Para ello se requiere de una política fiscal progresiva que permita sostener programas de transferencias a favor de los grupos más vulnerables, disponer de subsidios directos y priorizar la inversión social como parte fundamental de una nueva política económica a la cual nos referiremos más adelante.
Un sistema internacional fragmentado, donde se abandonan las reglas y negociaciones multilaterales para ejercer el poder de manera hegemónica, generará cada vez más conflictos y desigualdades; escenario que está dejando el neoliberalismo y que acentúa las rivalidades geopolíticas y la inestabilidad global.
La integración como construcción de región
Nunca había sido tan necesaria la integración regional como ahora y jamás habíamos estado tan desintegrados como en estos tiempos de pandemia. El modelo solidario no tendría sentido ni razón si no operara en el marco de un esfuerzo colectivo para integrar y sumar nuestros esfuerzos colectivos como naciones y pueblos cercanos.
Existen hoy dos concepciones distintas de integración: la neoliberal, consistente en acuerdos de libre comercio de bienes, servicios, y capitales, con reducción de aranceles, protección de la inversión extranjera y respeto “a rajatabla” de la propiedad intelectual. Esta visión hegemónica de la integración se preocupa por armonizar los intereses regionales con las prioridades de la política exterior de los Estados Unidos y Europa (réspice polum, mirando al norte).
La visión solidaria entiende la integración como un proceso de “construcción de región” que permite la libre movilidad de personas, bienes, servicios, conocimientos y demás factores productivos, en un escenario de identidad política para el sostenimiento de la paz, la democracia, la vigencia plena de los derechos humanos y el fortalecimiento del Sur global como parte de un nuevo esquema de multilateralismo de bloques regionales para gobernar el mundo (réspice similia, mirando a los vecinos o pares).
Ante los desafíos del modelo de desarrollo se requiere —como lo ha propuesto el Grupo de Puebla y lo han acogido los presidentes de Argentina, Alberto Fernández, y de México, Andrés Manuel López Obrador—, iniciar un proceso de convergencia de los mecanismos de integración subregional que hoy existen en la región: Comunidad Andina, UNASUR, Mercosur, Alianza del Pacifico, Pacto Amazónico, Alba, CARICOM, Asociación de Estados del Caribe y el Sistema Centroamericano de Integración.
Esa convergencia debe avanzar hacia un punto de encuentro que podría ser la CELAC, donde hoy coinciden los 33 países de América Latina y el Caribe. Estos relacionamientos podrían partir de la “matriz de convergencia” que diseñó UNASUR, a través de la cual identificó, con representantes de los distintos mecanismos, fortalezas sumables, duplicidades eliminables y destrezas especiales utilizables.
Una CELAC distinta a la actual, más empoderada, con mayor peso político, respaldada técnicamente, sin la presencia de los Estados Unidos y Canadá, debería la meta de este esfuerzo.
Aida García Naranjo Morales es exministra de la Mujer y Desarrollo Social de Perú. Exembajadora del Perú en la República Oriental del Uruguay. Ex representante del Perú ante ALADI y MERCOSUR. Integrante del Grupo de Puebla.