Revisemos algunos de los principales hechos políticos recientes. En varios de ellos encontraremos pistas relevantes sobre el sentir y el pensar de las poblaciones que nos ayuden a reflexionar sobre perspectivas a futuro.
En Colombia, el plebiscito que debía ratificar por voto popular la primera versión de los acuerdos de paz entre el gobierno y las FARC-EP no tuvo aprobación mayoritaria. El dato relevante, más allá del medio punto porcentual de ventaja de los que optaron por el No al acuerdo, fue la abstención superior al 60% del padrón. La falta de participación popular en el proceso previo y el halo de ser funcional a una estrategia de posicionamiento gubernamental fueron factores significantes para que muchos dieran la espalda a tan transcendental decisión.
Una abstención cercana al 65%, sobre todo en el segmento más joven, fue también uno de los elementos destacados en las elecciones municipales de Chile transcurridas el pasado 23 de Octubre. En dicha compulsa el gobierno, envuelto en absoluto descrédito, perdió más de 30 alcaldías. Algunas de ellas, como la emblemática comuna de Valparaíso, pasó a manos de un joven de 35 años, Jorge Sharp, miembro del movimiento autonomista junto al también joven diputado Gabriel Boric. La derecha cosechó la mayor parte de las pérdidas del gobierno de coalición que preside Michelle Bachelet.
Algo más al Norte, en la revolucionaria Bolivia, los electores vedaron en Febrero de esta año la posibilidad de una nueva reelección del presidente Evo Morales Ayma. El también apretado resultado del referendo – que como ya es de rigor fue manipulado por una campaña sucia de los medios de la oposición – se dirimió por algo menos del 3% en contra de la propuesta propiciada por los partidarios del gobierno.
También hubo municipales en Brasil que, luego del golpe parlamentario contra la presidenta legítima Rousseff, constituyeron un derrumbe electoral del hasta entonces gobernante Partido Trabalhista, perdiendo más de la mitad de las 635 alcaldías conseguidas en la elección de 2012. La recesión, las denuncias de corrupción direccionadas convenientemente por un mega aparato mediático y el apoyo a la derecha de sectores medios fueron los causantes de la debacle. Aquí también la suma de los que no votaron, los que votaron en blanco o nulo, superó en algunos casos – como en Belo Horizonte – a la suma de los principales candidatos en liza. En Sao Paulo, dicha suma fue del 38.5%, superior a la cantidad de votos obtenidos por el ganador Joao Doria Jr. (alrededor del 34%). Según el artículo de Rafael Tatemoto en Brasil de Fato “para los representantes de movimientos populares brasileños, este fenómeno indica un repudio de buena parte de la población al sistema político nacional.”[1]
Pasando las fronteras regionales, el mismo repudio parece evidenciarse en buena parte de la población norteamericana que llevó a la presidencia al billonario Trump. Aún perdiendo el llamado “voto popular” (no definitorio en el sistema electoral estadounidense), Trump logró conectar con el descontento de millones de ciudadanos desfavorecidos por la financiarización económica y la deslocalización industrial. Pero sobre todo, concitó el apoyo de personas hastiadas de saberse ignorados por la burocracia y el sistema lobista que la mandata en nombre de las grandes empresas y fondos de inversión. Es interesante recordar que también Obama, en el discurso de campaña que lo llevó a la primera presidencia, hizo también hincapié en su supuesta aversión a las decisiones que se toman “en los pasillos de Washington”. Revelador acerca de las preferencias del establishment político es saber cómo votó la burocracia en esta ocasión. En el Distrito de Columbia (el D.C.), donde está localizada la capital norteamericana, la candidata Clinton obtuvo un 92.8%. [2]
Otro personaje poco previsible y sumamente violento fue también electo en Filipinas en Mayo de este año como presidente. Rodrigo Duterte, cuya apología de la mano dura contra el narcotráfico le valió el apoyo popular, fue alcalde de la ciudad de Davao durante varios períodos. La ubicación geográfica es sumamente sugestiva: Davao se ubica en el extremo sur de Mindanao, la segunda isla del archipiélago, a máxima distancia de la hegemónica capital Manila, sindicada como foco de corrupción por excelencia.
Y un inequívoco rechazo al centralismo y la burocracia paneuropea quedó en evidencia en el referendo llevado a cabo en Gran Bretaña en Junio de este año, para decidir sobre la permanencia o salida de la Unión Europea. El Brexit triunfó por 3.8%, ocasionando la dimisión del primer ministro conservador David Cameron y derrotando también al laborismo, que apoyaba la permanencia. La ultraderecha convocó, al igual que Trump, a los peores fantasmas de un pueblo castigado por la creciente austeridad producida por el torbellino financiero y acribillado simultáneamente por proclamas xenófobas. El sector rural volcó el resultado, no así las ciudades, mucho más acostumbradas a escenarios de creciente multiculturalidad.
Del mismo modo, la propuesta de reforma constitucional del primer ministro italiano Renzi cosechó en Octubre el repudio ciudadano. El 59% de los votantes dijo No y aquí el electorado sí decidió acudir en buen número a las urnas con una participación cercana al 65% del padrón tanto en el país como en el extranjero.
Rechazos que recuerdan al referendo griego de 2015, en el que el 61% de los votantes (con alta participación electoral de casi un 63%) se opusieron claramente a las condiciones indignas de rescate financiero que pretendía la llamada “Troika” compuesta por el Banco Central Europeo, la Unión Europea y el FMI. Dicho resultado – más allá de la posterior capitulación del gobierno Tsipras – fue altamente significativo por el contexto de amenazas de estrangulación económica que sufrió el pueblo griego a manos de la prensa global y las instituciones mencionadas.
Construir el mapa de la ola de repudio y movilización popular contra la corrupción asociada a la burocracia nos llevaría necesariamente a mencionar escándalos como el que culminó con la destitución de la presidenta Park Geun-hye en Corea del Sur, la renuncia del guatemalteco Otto Pérez Molina, la dimisión del primer ministro de Islandia Sigmundur Gunnlaugsson y tantos otros más o menos sonados casos.
Claro está que no todos los acontecimientos políticos recientes coinciden con estas muestras, pero cierto patrón se exhibe en un buen número de ellas, lo que nos permite extraer alguna conclusión.
Desde cierto orden político podría decirse que en todas las regiones parece avanzar el retroceso, emergiendo las derechas y el autoritarismo ante la evidente crisis de sistema. Podría llegar a interpretarse que, además de la enorme exclusión social producida por la economía especulativa, amplios sectores de la población sienten el impacto de un mundo de vertiginosos cambios y prefieren retirarse a zonas de memoria y comportamiento social conocidas.
Podría también argumentarse que el éxito de propuestas regresivas y neofascistas serían una simple respuesta de un sector de las élites del poder, cuestionadas masivamente por el estentóreo reclamo por transformaciones profundas a partir del año 2011. Las variantes políticas represivas podrían ser más eficaces para controlar el desborde social ante el descrédito generalizado de la casta política, la que cargaría además, a modo de chivo expiatorio con la culpabilidad por el desmadre ocasionado en realidad por la banca y sus socios.
También podría decirse que esta oleada neonacionalista es la respuesta mecánica de los pueblos a un imperialismo global corporativo, conocido como globalización, que no acepta fronteras ni limitación alguna a su voracidad capitalista.
Pero el punto de vista que nos interesa abordar en este caso, más allá del grado de acierto que pudieran contener las apreciaciones anteriores, es que los pueblos muestran con claridad su aversión a la corrupción emergente de un sistema político burocrático alejado de su base social.
Proyectado a términos regionales, la integración planteada en meros términos intergubernamentales, lejos de actuar como factor de acercamiento entre pueblos, termina convirtiéndose en una entelequia de siglas y regulaciones absolutamente incomprensible y lejana. Dicho extrañamiento, en el contexto de la multiplicación de estamentos, funcionarios y ordenamientos reguladores, no puede sino culminar en el repudio popular.
La integración concebida como una suerte de SupraEstado regional, con la consecuente réplica de instituciones propias del ámbito estatal, no es sino una concepción que perpetúa el sello que fue impreso a los estados desde el paternalismo imperial napoléonico, luego de que la correlación de fuerzas sociales depusiera a las monarquías y aristocracias consolidando el poder de las burguesías. Dicho sesgo unitarista fue heredado e impuesto luego a la América multiétnica por gobiernos “ilustrados” racistas, por el corporativismo fascista, el socialismo centralista o sus derivados.
Esa visión asocia de manera terminante la mera posibilidad de existencia de una conjunción social o de una identidad nacional a la existencia de un gobierno central que reúna y modere las tensiones particulares, al tiempo que considera a la diversidad cultural o al federalismo real como riesgo divergente o simple concesión de conveniencia y no como la posibilidad de descentralizar soberanía y efectiva decisión popular.
En tiempos de ultraliberalismo, el centralismo estatal aparece para muchos como el único refugio posible ante la inclemencia y la impunidad de la riqueza concentrada. Sin embargo, basta acercarse a algunos casos para comprobar que eso no es necesariamente cierto. Por el contrario, muchos gobiernos, con el respaldo del poder conferido políticamente, facilitan la tarea depredadora del gran capital sin cuestionar en lo más mínimo los resultados antisociales de su accionar.
Considerar al aparato estatal como némesis automática del neoliberalismo y única defensa posible del mismo es inexacto y debilita la movilización y organización popular, dejando el ejercicio permanente de la soberanía atado a instituciones que en su dinámica inmanente tienden a alejarse de la base social que les proporciona legitimidad.
Una integración basada en la proyección de estas premisas tiende necesariamente a desembocar en un destino similar.
¿Cuál es la visión superadora entonces? ¿Acaso dejar librado todo a las “fuerzas del mercado”, a la ley del más fuerte, al dominio transnacional corporativo? ¿Eliminar la mediación de los gobiernos a favor de los más débiles, para dejar el campo libre a la impudicia de los que niegan bienestar a los demás? Claro que no.
Antes de esbozar alguna variante alternativa, puede ser necesario considerar algunos puntos más.
Aún cuando gobernado por movimientos de carácter progresista, sensible o aún revolucionarios, si el pueblo no participa de los procesos de cambio e integración, no habrá real ejercicio de responsabilidad en la construcción y ésta será por tanto endeble. Por otro lado, si esa participación no se verifica, ¿cuál es el ámbito para el imprescindible ejercicio de acompañamiento en los necesarios cambios internos y de relación? A lo que nos referimos aquí es a la solidez y continuidad que imprime a la transformación social la práctica existencial revolucionaria coherente y cotidiana de quienes la protagonizan.
Si las transformaciones (o integraciones) se producen desde “arriba” hacia “abajo”, desde esquemas paternalistas, de “verdad revelada” o “vanguardia esclarecida”, la dependencia de liderazgos se hace manifiesta tarde o temprano, produciendo vulnerabilidades.
La misma fragilidad se evidencia en esos procesos – como en la situación coyuntural de nuestra región – al cambiar el signo político de los países involucrados en los procesos interestatales de acumulación de fuerzas camino a la integración.
De este modo, pensamos que el momento de estancamiento que sufre en la actualidad el proceso de integración regional en América Latina y el Caribe sumado a las experiencias de unidad europea y las manifestaciones de rechazo popular a la degradación de la democracia intermediada, pueden servir como invitación a sumar pueblo a los esquemas políticos y a la integración.
La imagen de una confederación pluricultural de naciones, de la que emerjan estamentos no permanentes de coordinación y asociación, sin tener las características de “gobierno regional central”, puede servir para enriquecer oportunas reflexiones.
La incorporación de la participación popular organizada con carácter decisorio en los actuales organismos de integración puede ser el paso inmediato y adecuado en esa dirección.
En otras palabras, pensamos que el avance de la unidad regional soberana, fraternal y solidaria debe corresponderse con un aumento del poder social genuino y la participación directa de los pueblos y sus organizaciones de base en el proceso integrador.
O más fácil aún: Con los pueblos, todo. Sin los pueblos, nada.